viernes, 28 de marzo de 2014

SOBRE ADOLFO SUÁREZ


   Aguantando la cola y el frío, miles de españoles rindieron el último adiós al artífice de la Transición, mientras la clase política juntaba filas, por una vez, para despedirle con todos los honores. Hasta los personajes que le segaron la hierba bajo los pies le rindieron tributo, con grandes elogios a tono con unas honras fúnebres dignas del siglo XIX.
      Por contraposición, he oído decir por ahí que Suárez fue una especie de príncipe Salina, un títere de la oligarquía, el Cagliostro que se las arregló para urdir una Transición trucada. El hecho de que viniese del Movimiento lo dice todo, me razonaron. ¡Como si el cargo de maquinista de la Transición hubiera podido recaer en Santiago Carrillo!  Nos guste o no, la apertura del Régimen franquista debía ser hecha desde dentro: aunque históricamente quemado, conservaba el poder armado y contaba con un formidable aparato represivo.
      El rey eligió a Suárez porque era un hombre del Movimiento, un joven ambicioso, hecho a medrar dentro de lo que hay. Y lo que había era precisamente el Movimiento, un organismo sólidamente implantado y organizado. La juventud, el carisma personal, ausencia de antecedentes democráticos, la falta de proyecto propio, la impecable hoja de servicios al Régimen,  todo esto le permitió a Suárez llegar a la cima, como el hecho de venir de abajo y de debérselo todo. La Transición sería vista como un proyecto de la Corona. Este efecto visual no se habría podido conseguir si el elegido hubiera sido, por ejemplo, Manuel Fraga, a quien don Juan Carlos sabía inmanejable tanto por su carácter como por su edad y su sólida preparación intelectual.
     Suárez empezó, pues, como un mandado. Pero sucedió algo imprevisto: en cuanto se supo presidente electo por los españoles mismos, y no por designación real, se creció, en parte, supongamos, por ambición, pero en parte, no cabe discutirlo, por tener una idea precisa de la autoridad que se le confería y, desde luego, de lo que la elección tenía de moralmente comprometedora para él. Era listo y había aprendido sobre la marcha lo principal.
    Alfonso Osorio se llevó las manos a la cabeza cuando Suárez le hizo saber que, en definitiva, era un socialdemócrata. Osorio, un monárquico conservador, nos explica en sus memorias que, a partir de ese momento, se alejó de Suárez como de un apestado. Y este se comportó, en efecto, como un socialdemócrata, con Carmen Díez de Rivera, procedente del grupo de Dionisio Ridruejo, como consejera. Precisamente Ridruejo había dejado dicho que los falangistas de buena voluntad podrían integrarse en un sistema democrático  adscribiéndose a un partido socialdemócrata como el suyo (la USDE) o a una variante de la democracia cristiana que estuviese comprometida con la doctrina social de la Iglesia.
     Suárez viró hacia las coordenadas de la socialdemocracia porque eso entraba dentro de lo posible. No es extraño, por lo tanto, que los responsables de la política económica que eligió fueran de esa tendencia. Y tampoco es sorprendente que, a pesar de la calamitosa herencia económica que le había dejado el régimen franquista, intentase llevar adelante un proceso de redistribución de la riqueza, como en su momento hubo de reconocer el profesor Fuentes Quintana.
     Se suele olvidar que, a diferencia de sus sucesores, Suárez hizo lo posible por mantener a raya a los banqueros. Respaldado por sus votantes, se atrevió a eso y a mucho más. Irritó a los ricos, obligándoles a pagar impuestos. Irritó a la Iglesia respaldado la ley de divorcio de su ministro de Justicia, Francisco Fernández Ordóñez, otro socialdemócrata, y también irritó al Ejército, cuya porción más veterana vivía cada paso hacia adelante como una provocación. Y también irritó gravemente a los socialistas, temerosos de que invadiera su espacio político con su pulsión socialdemócrata.
     Su política exterior puso de los nervios a la derecha atlántica y a Israel. Suárez daba muestras de simpatía por los no alineados; de hecho, recibió en Madrid a Yasir Arafat, siendo el primer gobernante occidental en atreverse a invitarlo. Se opuso al ingreso de España en la OTAN. Como en su adscripción a la socialdemocracia, podemos ver en estas tomas de posición los rescoldos de su formación como hombre del Movimiento. Pues como hombre del Movimiento, con el correspondiente trasfondo falangista, consideraba obvio que estaba obligado a defender, por encima de todo, los intereses económicos de la sociedad y la dignidad de España en la escena internacional.
      Todos sabemos lo que de retórica tuvo el anticapitalismo del Régimen y cualquiera puede constatar la poquedad del Estado social que  nos dejó, pero, atención, a juzgar por lo que hoy se lleva, ese Estado ya no parece tan poca cosa. Además,  la lucidez histórica sale perdiendo si uno ignora el peculiar entramado ideológico del Movimiento, si pasa por alto sus valores de referencia, si los descarta desdeñosamente como simple maquillaje o mera autojustificación.
      Porque en esos valores se educó mucha gente, tomándoselos en serio. Véase el caso de Suárez. Se transformó en un demócrata, renunciando a una parte de sus principios originales, pero conservando los que consideraba válidos. De modo que habría sido imposible para él gobernar al servicio de una oligarquía nacional y transnacional. Y precisamente por eso fue atacado desde todos lados y finalmente derribado, no sólo por la inquina de los militares. Hacía falta un hombre más flexible…
    Si es significativo es que Suárez, abandonado por los barones, crease un partido nuevo y propio, el Centro Democrático y Social, claramente socialdemócrata y moderadamente progresista, también lo es que el establishment le diese la espalda, negándole el pan y la sal (recuérdese el dineral que este se gastó en la operación Roca). Suárez se quedó sin sponsors, obligado a seguir en condiciones sumamente precarias.  
    El hundimiento político de Suárez coincidió, y no es casual, con la transformación del entero panorama mundial con la galopada del movimiento neoliberal, al que fueron a sumarse todos sus detractores con mayor o menor complacencia, tanto los de derechas como los de izquierda, ya encandilados con las señora Thatcher y el señor Reagan. La revolución de los muy ricos, en curso desde entonces, era incompatible con la sensibilidad humana y política de Adolfo Suárez, lo que a mi juicio le honra.

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