lunes, 2 de marzo de 2015

EL PATÉTICO DEBATE SOBRE EL ESTADO DE LA NACIÓN

     El presidente Rajoy se superó a sí mismo como vocero de su propio  éxito, entendido como promesa de futuros y formidables logros.  Sus opositores consumieron sus respectivos turnos en denunciar  los aspectos negros de su gestión, anticipo de cosas peores con toda seguridad.
     El presidente y  sus oponentes han dado la curiosa impresión de referirse a países distintos. Puestas así las cosas, no hay nada que decirse. Él nos ve salvados de la crisis, ellos completamente hundidos. No hay coincidencia en el diagnóstico ni en las cifras ni en el tratamiento. No hay ni el menor asomo de un proyecto común. No puede haberlo.
   El presidente llegó al colmo de ordenarle a Sánchez, maleducadamente, que calle para siempre. Como  si le hubiese traicionado o poco menos al venirle con las mismas críticas que el resto de los partidos de la oposición de centro y de izquierda.
     Anécdotas aparte,  vemos enfrentados dos modelos de sociedad, el neoconservador-neoliberal (psicopático por definición), y el socialdemócrata en sus diversas versiones. O con uno o con el otro. Hay mucha gente de hábitos centristas, pero en medio solo un socavón.
    El presidente sigue terne en su devastadora  huida hacia delante. Confía en el poder de sugestión de las cifras macroeconómicas, un truco mil veces repetido desde los tiempos de Reagan y Thatcher. Desde los tiempos de Menem y  Fujimori. Los pueblos acaban hartos del engaño, como nos acaban de recordar los griegos, de pronto mayoritariamente insensibles a las zanahorias, las promesas y las amenazas.
    No es un dato menor que, según el CIS, el 60% de los encuestados haya reprobado las intervenciones de Rajoy. Su triunfalismo, sus promesas, sus elusiones, marrullerías, zanahorias y amenazas no le han servido de mucho. Pero da igual: de aquí a las elecciones  seremos martirizados por el mismo argumentario falaz. Y es que no tiene otro, como no lo tienen los poderes internos y externos que le respaldan. Se juega fuerte, a cara o cruz, de modo que tales poderes le arroparán. Ya le pedirán después, si es que sobrevive, que siga con las “reformas”.  
    No es cierto, por otra parte, que el  presidente desconozca el país por completo. Sabe de su miedo, por ejemplo. Al ver venir las urnas no ha dudado en lanzar por la borda el 99% de la propuesta antiabortista de Gallardón, una pasada neoconservadora que le podía costar muchos votos. Las tasas judiciales acaba de eliminarlas de un plumazo, por la misma razón.
     ¿Se le había pasado por alto el sufrimiento de los enfermos de hepatitis C? ¡Pues no! ¿Y la angustia de los endeudados? ¡Pues tampoco! De ahí que anuncie medidas de última hora.  Y seguramente, ya que estamos en la recta final, tomará otras  por el estilo, destinadas a los grandes titulares, insuficientes en la práctica.
    El mensaje:  dado lo bien que ha hecho las cosas, ahora justamente puede permitirse tales concesiones. Por mínimas que sean, de ellas se infiere que necesita más tiempo, ¡otra legislatura!  Nos vemos invitados a creer que él es el único que opera en el mundo real, a diferencia de sus rivales políticos… Eso sí, sin acordarnos, se supone, de los niños españoles hambrientos, ni de los ancianos en apuros, ni del frío, ni de ninguno de esos terribles datos que eludió a conciencia, y menos de cómo se ha desplumado a las clases no privilegiadas en beneficio de la elite por todos conocida.
     Este debate sobre el Estado de la Nación, tan mísero, nos ha mostrado su pavorosa soledad. Apareció totalmente desconectado del resto de nuestros representantes en el Congreso. Sólo le jalean los suyos, corresponsables de la galopada que de no ser parada en seco nos devolverá a lo peor del siglo XIX.

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