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jueves, 12 de junio de 2014

A PROPÓSITO DE LOS RELEVOS GENERACIONALES

      Yo me pronuncié por el sí con motivo del referéndum constitucional de 1978, aceptando la monarquía.  Lo principal era dejar atrás la dictadura y cancelar de una vez por todas la lógica de 1936. Mis particulares principios eran una cuestión secundaria. Juan Carlos I se presentaba como rey de todos los españoles, y ya Dionisio Ridruejo, que algo entendía del funcionamiento de las cosas en este país,  me había convencido de que la solución monárquica, sobre ese supuesto, debería ser aceptada con miras a tan alta finalidad. Y eso hice, como millones de españoles.
    Es evidente que los planificadores de la tardía instauración monárquica obraron de la única manera posible. Hasta Franco sabía que su sucesor a título de rey no podría gobernar como él. El sentimiento monárquico brillaba por su ausencia y el tinglado no se  podría mantener exclusivamente sobre las espaldas del ejército y de los cuerpos de seguridad.  La llamada Monarquía del 18 de Julio era una pieza del pleistoceno que ni siquiera contaba con la devoción del Movimiento.  
     Además, no se podía seguir en las mismas porque la situación económica era pésima (shock el petróleo);  el Régimen franquista había perdido la capacidad comprar la fidelidad de la gente. Las huelgas se sucedían. Y por si fuera poco, las nuevas generaciones del propio Régimen demandaban cambios, conscientes de su falta de legitimidad.  Los jóvenes franquistas que no habían participado en la guerra civil no tardaron en descubrir que se entendían mejor con las gentes de la oposición que con los nostálgicos de 1936, intratables y como de otra galaxia. Se hizo, pues, el cambio, sin ruptura, y pasamos de una dictadura a una sociedad abierta, que es  lo que realmente se le agradece a Juan Carlos I, a tenor de esas circunstancias irrepetibles.
    Nadie puede negarle a Juan Carlos I el mérito de haber renunciado sabiamente al poder omnímodo que le había dejado Franco. La especie de que él urdió el golpe del 23-F  no pasa de ser una maliciosa estupidez. Para llegar a la democracia, él ya había quemado sus naves, y se habría contado entre las víctimas del golpe si este hubiera triunfado (el búnker se la tenía jurada).
     La Transición salió bastante mejor de lo que cabía esperar si tenemos en cuenta, dato fundamental, que ni el rey  ni los realizadores de la operación tenían lo que se dice formación democrática. Otra cosa es lo que se hizo sobre de la base de la Constitución de 1978, en los años siguientes, donde ese defecto salió a relucir. Se actuó con la idea de que era suficiente lo que se había hecho, como si en el plano histórico se pudiera vivir de las rentas en plan tarambana.
     Yo tengo 62 años y no es extraño que traiga a colación ciertas cosas. Como no es extraño que los españoles criados en democracia, para los cuales esta es natural,  se llevaran un chasco tremendo al ver la situación en que nos hemos ido a meter. No están para viejas batallas, ni viejos laureles y bien se ve que no tienen metido en el cuerpo el miedo que llegamos a tener los de mi generación, más que suficiente para justificar los ejercicios de ambigüedad, los cálculos, las duplicidades y las bajadas de pantalones. De ahí que estos jóvenes digan “lo llaman democracia y no lo es”, expresándose como personas sanas.
    Es una locura dar gato por liebre a las nuevas generaciones: acaban sublevándose contra lo que ven y lo hacen precisamente en nombre de los mismos principios políticos y morales que les fueron inculcados por los mayores autosatisfechos. Eso de que el PSOE no es monárquico pero que sirve de sustento a la monarquía no lo van a entender jamás, y en realidad sería una pésima señal que les pareciese natural. Baste con este ejemplo.
     Deducen  estos jóvenes que la tremenda crisis que amenaza con destruir sus vidas se debe al “régimen de 1978”. Y no se les puede reprochar. Instruidos en el abecé de la modernidad, sería francamente raro que les resultase natural la Monarquía, por muy parlamentaria que se la pintemos. A ellos les ha tocado darse de bruces  con una sucesión de burradas que ni con la mejor voluntad dejan el menor margen para hacer la vista gorda.
    Llegados a este punto, ni los monárquicos de obediencia ni los pragmáticos tienen nada que decirles; las habituales monsergas no surten efecto. Si les decimos que la Monarquía garantiza hoy la estabilidad y la convivencia de los españoles como si estuviéramos en 1978, les suena a una confesión de poquedad democrática. Es como si les estuviéramos diciendo que seguimos en plan de emergencia, sin haber consolidado el sistema democrático en todos estos años, todavía necesitado de un incongruente soporte medieval. 
    Y ahora le toca a Felipe VI.  No es que el contador se ponga a cero. Su padre acabó siendo visto como un comisionista de grandes empresarios, como compadre de autócratas  y gentes dudosas, como matador de elefantes,  lo que forma parte de la herencia.
     Para ser aceptado,  Juan Carlos I pudo dar a los españoles una libertad desconocida para ellos. ¿Qué puede ofrecer Felipe VI? Sin duda,  voluntad de  saneamiento y de amparo frente a la Bestia neoliberal. Su padre contó con el respaldo póstumo del dictador  y con el poder de un ejército constituido como fuerza de ocupación,  pero él depende sobre todo del apoyo de la gente, que  no está de humor para borboneos de ninguna clase y que no cree en las  superiores bondades de la sangre azul. No lo tendrá nada fácil, por lo tanto. Parece muy expuesto a dejarse llevar por el modus operandi de su padre, esto cuando ya sabemos todos lo que da sí el una monarquía consagrada a los intereses de eso que la gente joven llama “la casta”, de cuyo presunto monarquismo virtuoso no debería fiarse un pelo…