Le
conocí hace treinta años. Indagaba él por aquel entonces la vida del general
Rojo, y quiso saber si, en algún momento, había podido entenderse con Dionisio Ridruejo. Siguiendo la pista
del asunto con la tozudez de un sabueso, llegó hasta la señora de Ridruejo, que
me lo presentó. Sabe Dios cuántos papeles tuve que revolver hasta dar con las
líneas que probaban el establecimiento de un vínculo de solidaridad entre el general y el poeta. Y es que, como historiador, Jorge tenía una incurable necesidad de
“papeles”, de “pruebas”. Nos hicimos amigos.
Él
era un estudioso del poder real, al par que un teórico del poder, o sea, que íbamos en línea recta hacia los temas
más duros de roer para la conciencia moral, animándonos a ir un poquito más
lejos cada vez, siempre con la
intención de acercarnos a la verdad todo lo posible, nosotros que estábamos de
vuelta de la verdad con mayúscula.
Para
mí, charlar con Jorge era de lo más excitante, una especie de narcótico. A
ratos, me bastaba con dejarme llevar por sus iluminaciones para volver a mis
papeles con la mente extrañamente despejada. Como historiador, como
geoestratega y como intérprete de la realidad que está del otro lado del telón
mediático, bordeaba la genialidad. Tenía el raro don, propio de los grandes
historiadores, de conservar una extremada sensibilidad moral junto a un rigor
analítico implacable. Uno lo hubiera podido confundir con un erudito, pero no
hay eruditos ágiles, y él era agilísimo, y de punzante sentido del humor.
La enfermedad, extremadamente cruel, con repetidos pasos por el quirófano, nunca pudo con él: Había un Jorge estoico que nunca olvidaré, que acudirá en mi ayuda en los malos momentos. Tampoco olvidaré su última palabra inteligible, ya en el trance de la agonía, no sé si un llamamiento o una declaración, un deseo, un consejo, o un resumen: “Elegancia”. Ahora descansa, pero no me sirve de consuelo.
La enfermedad, extremadamente cruel, con repetidos pasos por el quirófano, nunca pudo con él: Había un Jorge estoico que nunca olvidaré, que acudirá en mi ayuda en los malos momentos. Tampoco olvidaré su última palabra inteligible, ya en el trance de la agonía, no sé si un llamamiento o una declaración, un deseo, un consejo, o un resumen: “Elegancia”. Ahora descansa, pero no me sirve de consuelo.
Manuel, soy Iñaki Aspizua. Te agradezco el conocimiento como persona de mi hermano Jorge. Solo una pequeña aclación sobre el desconuelo, es que tienes dar la vuelta a la tortilla. Tenemos que aprender y he aprendido a luchar como él, por la vida con sus inconveniente, los dolores que eran suyos, (los transmitia). Su determinación de ir para adelante que lo sabes etc. Si sirve de consuelo solo pensar en él, a veces y muy bien pones que cuando sabia la verdad más la realidad era imparable. Un abrazo grande de Iñaki.
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