sábado, 27 de noviembre de 2021

EN RECUERDO DE RAMÓN NIETO

       Por casualidad,  anoche he venido a enterarme del fallecimiento Ramón Nieto (1934-2019), novelista, poeta y también editor.  Ya no está en su reino de El Escorial, donde yo lo imaginaba, y me queda la cosa de no haberle enviado mis últimos libros, de no haber hecho nada por encontrarnos y ponernos al día como en los viejos tiempos. ¡Qué tristeza!
    Le conocí en la Universidad Autónoma de Madrid, en el viejo caserón del Retiro, donde fuimos compañeros de fatigas en lo tocante a las materias comunes que compartían por aquel entonces los estudiantes de filología y filosofía. El árabe nos dio mucho trabajo. Yo tenía  dieciocho años y él mediaba la treintena, pero nos hicimos buenos amigos. Los desvelos literarios, ya se sabe, unen. Me conmuevo al recordar que leyó de verdad mis escritos juveniles, mis cuentos (lo que me pareció de lo más normal por pura ignorancia).
     Sus peritajes eran exigentes, pero cariñosos también. Mucho fue a parar a la papelera por su culpa, pero le debo que la revista Ínsula acogiese mi primer y único relato publicado, La representación, espectacularmente ilustrado por Zamorano. También me dio, no sin tacto, un buen consejo: aprende a escribir sin argentinismos. El entendía mejor que nadie lo importante que es para un escritor el habla, pero en mi caso era cuestión de supervivencia prescindir de parte de la mía, en busca de acomodación. Me recuerdo leyendo sus relatos y sus novelas para  depurar mi oído y mi estilo.
       Descontado mi padre, Ramón Nieto fue el primer escritor de carne y hueso que conocí. Luego, vendría Dionisio Ridruejo a reafirmarme en la idea de que ser escritor, mi proyecto de vida, no era una ilusión. ¿Ellos habían podido? ¡Pues yo también! 
     Ramón Nieto era por aquel entonces director de Santillana, antes de fundar Altea. Creí entender que la cosa iba de ganarse la vida en el mundo editorial y de escribir en horas libres, pues al parecer era posible según su ejemplo (a condición de no pensar en el tremendo esfuerzo que a él le costaba).  Le pedí trabajo en Santillana. Primero me dijo que sí, luego se lo pensó mejor y me explicó que no le parecía conveniente: a buen seguro, moriría de tristeza en ese oficio. (En cambio, le abrió las puertas a mi hermana mayor, Carmen, y con ello le hizo un gran favor a mi familia.) 
      Cuando abandonó Altea puso en marcha su propio negocio, la librería y galería de arte Ramón, en la calle Tutor, en el antiguo local de Rayuela. Una editorial, Ediciones Miríada, completaba en proyecto. Colaboré con él en los tres frentes, recién acabada mi carrera. Fue muy instructivo y también divertido. Mi amigo era un jefe exigente pero relajado. La aventura terminó cuando lo nombraron director de ediciones de la UNESCO. Estaba dispuesto a confiarme la galería y la librería, y no lo olvido. Me eché atrás porque el horario era de diez de la mañana a diez de la noche.   
      Debo destacar que Ramón Nieto estaba exento del pintoresco amaneramiento que caracteriza al común de los hombres de letras. No presumía de sí mismo ni de sus logros. Nada que ver con Camilo J. Cela, Carlos Barral,  Jesús Aguirre o Francisco Umbral. Era de trato llano, con un punto de modestia.  Prefería observar a ser observado, escuchar a epatar. 
       Sí, sabía escuchar y mirar, como convenía a su creatividad, al principio enmarcada en la estética del llamado realismo social, muy exigente en lo que se refiere a la captación de los movimientos y los decires humanos. Sus novelas Los desterradosLa patria y el pan y El sol amargo habrían sido imposibles sin esos dones suyos.
      Cuando yo le conocí andaba metido en La señorita B, considerada “experimental”.  En esta novela su crítica al orden establecido aparece en cuatro planos narrativos superpuestos, en toda su potencia, sin el velo del realismo. Y que ese velo era imprescindible para para burlar las defensas del sistema se demostró a continuación. Esas defensas se habían  relajado con la ley Fraga, pero sin garantías para los transgresores: La señorita B (Seix Barral, 1971) fue objeto de confiscación. Ramón Nieto se vio obligado a podarla por aquí y por allá para que le fuese dado reaparecer en 1974.  Una pena, realmente. Hubo que esperar hasta 2004 para disponer de la versión completa de este desnudamiento de la miseria colectiva, y para mí tiene mucho encanto descubrir ahora que esta novela extraordinaria fue rescatada por Fernando Cabal, entonces director de Dilema, el valeroso editor de mi Más allá de la indignación. No habría estado de más celebrar como es debido este simpático guiño del destino, en realidad para nada sorprendente.
     En mí permanece de alguna manera el “yo misterioso” de Ramón Nieto, eso tan sutil que según Gabriel Marcel nos deja alguien cuando se nos va definitivamente. Conservo vivísimo el recuerdo del escritor, del esteta, del humanista. Doy por seguro que entre los papeles de su legado hay piezas de gran valor. No creo que su novela Los monjes (Destino, 1984) haya sido su último vuelo literario. Imagino montañas de papeles, encuadernados, encarpetados o sueltos, y hasta veo su letra, su caligrafía elegante y firme.