miércoles, 13 de marzo de 2013

CRISIS, ANGUSTIA, ESPERANZA


  Asistimos al final de una época, en España, en Europa y más allá. Estamos metidos en una crisis global, de alcance impredecible, pues lleva a un enfrentamiento frontal entre sus beneficiarios, el famoso 1 por ciento, y  sus víctimas, con la razón y la justicia del lado de estas,  con la fuerza bruta, el dinero y la organización del lado de aquellos.
    Oigo voces melancólicas, que recuerdan los felices noventa y las gracias del fin de siglo, y los lindos años iniciales del siglo XXI, como si en esos tiempos no hubieran sido triturados en serie varios países según la fórmula que ahora se aplica a nosotros como gran novedad.
  La crisis que ahora nos atormenta es el resultado de un proceso de cuarenta años de monomanía neoliberal. Se ha seguido un plan encaminado aniquilar la llamada Trinidad de Dahrendorf (democracia, cohesión social, crecimiento económico) en beneficio de los muy ricos.
    Estamos ante una obra de la propaganda, el soborno y el chantaje. No hay en todo ello el menor atisbo de respeto por lo que antes se llamaba bien común. No hay tampoco asomo de racionalidad, pues los que nos han traído hasta aquí  van alocadamente a lo suyo, como en su día fue Hitler. Es de temer, por lo tanto, un desastre global,  que puede dejar pequeños a todos los anteriores.
   Es el  momento de recordar que el  movimiento elitista se coló en nuestro país en el peor momento, a la salida de la dictadura. La democracia resultante se ha visto reducida a un grato fenómeno de superficie que algún día los historiadores describirán como una simple concesión política encaminada a encubrir una jugada maestra del poder oligárquico de aquí y de allá.
   Tanto el PSOE como el PP se entregaron, aquel bajo cuerda y este descaradamente, al neoliberalismo económico, renunciando de plano a sus respectivos ideales programáticos, dejándose llevar por el espíritu de los tiempos, sin el menor reparo, sin el menor atisbo de personalidad, sin el menor sentido de futuro. Se dejaron llevar, se dejaron utilizar por las altas instancias planetarias, y a buen seguro que acabarán “a la italiana”, como los socialistas de Craxi y los democristianos de Andreotti.  Todo el entramado legal trufado de astucias que nos impidió ponernos a la altura de la Europa social y que nos dejó atados de pies y manos a los poderes financieros se firmó sin debate alguno, bajo el lema “¡es la economía, estúpidos!”.
   ¿Ha sido  decente entregar las empresas del Estado a manos de unos compadres? ¿Es de recibo que el Banco Central Europeo preste dinero al 1 por ciento a los bancos privados  para que estos hagan un negocio redondo y mecánico por el procedimiento de prestárselo a los Estados al 7 por ciento?  No desde luego. En este casino se juega a lo grande, tan a lo grande que Urdangarin y Bárcenas son minúsculos.
    En nuestro país, la clase dirigente, actuando siempre como vicaria de un poder más alto,  hizo lo posible por quedar bien con la gente, se sobreentiende que no por amor sino razones de mercadotecnia. Hasta que la codicia rompió el saco.  La crisis económica propiamente dicha está siendo aprovechada para acabar con las conquistas sociales, para acabar con la igualdad de oportunidades y con todo lo relacionado con la protección de los más débiles, trabajadores incluidos. Esto forma parte de un plan urdido hace cuarenta años en unos think-tanks del otro lado del Atlántico. Los resultados, a la vista. La filosofía de fondo: el darwinismo social. El propósito: ganar enormes sumas de dinero real o virtual. El objetivo final: una sociedad no igualitaria, como la del siglo XIX, entregada al servicio del 1 por ciento.
    El  esfuerzo realizado por los españoles para conseguir un mínimo de cohesión social y, por lo tanto, de estabilidad y de bienestar, al carajo. De ahí que se socialicen las pérdidas, que se paguen salarios estratosféricos a unos impresentables y se acogote al pueblo. Se apunta a que la gente caiga de rodillas, quedando en situación de ser sobreexplotada hasta la extenuación. El 1 por ciento se frota las manos al ver subir el paro: España volverá a ser interesante para los señores inversores cuando nuestros cuerpos y almas valgan menos que las de un trabajador chino.
   Todo esto es desesperanzador. Sin embargo, la historia no ha terminado. Las mismas personas que en su momento se dejaron deslumbrar por los objetos baratos que, fabricados por esclavos, se ponían al alcance de cualquiera, las mismas que se dejaron deslumbrar por usureros disfrazados de Aladino, las que no protestaron cuando las empresas nacionales construidas con el trabajo de generaciones fueron privatizadas según las pautas del “capitalismo de amiguetes”, las mismas que se tomaron en serio las monsergas sobre el “capitalismo popular”, han dejado de creer. Hasta la conformistas, heridos en su seguridad, dan la espalda a todo eso. El poder establecido ya no tiene que vérselas con una minoría de críticos, sino con una repugnancia generalizada. Mucha gente que se creía muy lista al predicar el neoliberalismo económico, y muy segura, acaba de descubrir que, en efecto, el pez grande se come al chico, y que ellos no son tiburones sino simples sardinas.
    Los esfuerzos del poder establecido por hacerse con las riendas de las conciencias con truquillos de marketing hasta ayer mismo eficaces producen resultados patéticos. En lugar de convencer, irritan. Las poses ensayadas, los discursos con voz firme, las mentiras dirigidas al gran público, cuyas tragaderas hemos tenido ocasión de apreciar en los últimos lustros, todo eso se vuelve contra quien lo practica. Y quizá en ello se esconda una brizna de esperanza. En teoría al menos, la política de la mentira tiene sus horas contadas, como la tiene la época de los robos de guante blanco. Bien entendido que no sabemos qué hará el poder cuando se vea totalmente al descubierto. Según las enseñanzas de la historia, es capaz de meterse en guerras abiertas, en guerras sucias y, por descontado, de robar a cara descubierta. Quedemos advertidos.