El Tribunal Supremo acaba de absolver al juez Baltasar Garzón
en el juicio que se seguía contra él con motivo de su intento de juzgar los
crímenes del franquismo. Llega esta sentencia absolutoria cuando ya se ha visto
inhabilitado por su instrucción del llamado caso Gürtel. Así pues, este resultado afecta menos al
juez que a la causa contra dichos crímenes, que quedará en una especie de
limbo.
A juzgar por el alto tribunal, Garzón habría cometido algunos errores, nada
más, y no ve motivos para castigarle. Ya es algo. Pero me llama mucho la
atención la diferente tipificación de los delitos. Donde Garzón veía crímenes contra la humanidad, el
Supremo ve simplemente “delitos comunes de acuerdo con los tipos penales contemplados
en el Código penal de la época”, es decir, delitos prescritos y, en todo
caso, liquidados por la amnistía
preconstitucional de 1977.
He seguido de cerca este doloroso asunto. Escribí un libro titulado La causa contra Franco. Juicio al franquismo
por crímenes contra la humanidad (Planeta, 2010), vivamente impresionado
por la polémica suscitada por el auto del juez Garzón.
La opinión se dividió entre partidarios y detractores de Garzón, acusado
por estos, ruidosamente, de saltarse a la torera las leyes no escritas de la
Transición, de reabrir viejas heridas y de un comportamiento parcial, a favor
de los perdedores de la guerra civil y, por lo tanto, hiriente para los
vencedores.
De pronto, volví a oír declaraciones en el sentido de que más crímenes
habían cometido los republicanos, o en el sentido de que los unos y los otros
habían cometido crímenes similares, como si las culpas se dividieran al
cincuenta por ciento, que parece
ser la versión de las personas bienpensantes. Yo creía que algo habíamos
madurado y me llevé una desagradable sorpresa, al toparme con la vieja visión
maniquea de nuestra desdichada guerra civil.
En
su auto de 2008, Garzón denunciaba la existencia de “un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes políticos a través de múltiples
muertes, torturas, exilio y desapariciones […] de personas a partir de 1936, durante los años de la guerra
civil y los siguientes de la posguerra, producidos en diferentes puntos
geográficos del territorio español”, de donde se desprendía la evidencia de
que estábamos ante crímenes contra la
humanidad. Esta apreciación hiere, por supuesto, la sensibilidad de los
herederos del franquismo, que ven saltar por los aires la justificación moral del
llamado alzamiento.
Mi investigación me llevó a confirmar la
afirmación del juez, e incluso a señalar que el plan era también de
remodelación de la sociedad, en todos los planos, y a concluir que, para acabar
fusilado, preso o destruido, no
hacía falta ser un “oponente político”. Innumerables inocentes se vieron
tratados como si no fueran seres humanos. Lo que, por supuesto, no quiere decir
que todos los franquistas fueran conscientes de la operación en marcha. Muchos
se pusieron de parte de Franco por creer que, como un golpista común, se proponía
poner orden y poco más, como le pasó al mismísimo Unamuno, que tardó en
comprender que aquello no se parecía en nada a lo hasta entonces conocido.
Hubo,
en efecto, un plan de exterminio, encaminado eliminar a todas las personas que
podían representar un obstáculo para el plan de saneamiento que los generales
Mola y Franco se habían trazado, un plan ciertamente sanguinario, inspirado en
el principio de “cortar por lo sano”, esto es, sin discriminar entre
“culpables” e “inocentes”, un plan
que se vio completado por una neutralización de los oponentes, tanto reales
como imaginarios, y por la totalitaria voluntad de controlar las conciencias
por medio de la religión, la educación
y la prensa, voluntad a la que el Régimen se atuvo desde su principio
hasta su final.
No hay muchos documentos en
los que se dejase constancia del plan, aunque hay algunas piezas que no se
pueden pasar por alto (por ejemplo, las instrucciones reservadas de Mola, o las
confidencias recogidas por Farinacci, en las que este general le habló de
eliminar a un millón de españoles). No es extraño. Ciertas cosas no se suelen poner por escrito, ni decir tan
alegremente. Todavía no ha aparecido un documento firmado por Hitler con la
orden de enviar a los judíos a las cámaras de gas. Y no aparecerá.
Por eso los hechos, tal como los conocemos, son tan importantes. Y estos hechos
nos indican que la represión salvaje y la represión reglada en el campo
franquista no servían al simple
propósito de poner orden o de vencer en la contienda. Se fue, desde el principio, mucho más allá, sin ningún ánimo
de reconciliación. Porque no se trataba de llegar a un consenso, a un nuevo
equilibrio. Se trataba de aplastar a la mitad indeseable, razón por la cual
acabaron contra la pared y en las mazmorras del nuevo régimen tantas personas
inofensivas, simples liberales e innumerables personas de la llamada clase
baja, sospechosas de entrada y
para siempre. Se trataba de rehacer la sociedad, tras una limpieza en
profundidad, tarea desmesurada, muy en la línea de las brutales operaciones que
se presenciaron en los espacios coloniales y en los dominios de Hitler y de
Stalin, operaciones en las que debe ser inscrito el plan que nos ocupa, casi
inconcebible desde la perspectiva actual.
Para mí, Garzón estaba cargado de razón al hablar de un plan sistemático
de eliminación de adversarios políticos y, por la amplitud de su aplicación,
cargado de razón también al colocarlo entre los crímenes contra la humanidad. Tratar de atenuar su acusación por el
procedimiento de señalar los crímenes del lado republicano no conduce a ninguna
parte, pues no fueron patrocinados por las autoridades, como sí ocurrió del
lado nacional. Tampoco se extendieron en el tiempo de manera comparable.
Me ha sido dicho que la
izquierda tenía un plan maximalista no menos atroz. No dudo de que en ciertas
cabezas de la extrema izquierda había un plan así, de cuño marxista-leninista,
y hasta sugiero que el plan franquista fue una copia particular de ese plan en
sentido contrario, pero niego que estuviera a punto de producirse un
golpe maximalista de extrema izquierda (lo que no pasó de ser un bulo basado en
documentos tan apócrifos como perversos que deben figurar, técnicamente
hablando, entre los preparativos del golpe).
También he oído decir que la guerra civil empezó en 1934 con la
revolución de Asturias. Pues no, empezó en julio de 1936. No se puede poner al mismo nivel la
acción de los mineros asturianos de 1934,
o la rebeldía desesperada de los familiares y amigos de Seisdedos, y la sublevación de 1936. He aquí que los sublevados de 1936 eran
precisamente las personas a las que una sociedad libre había confiado el uso
legítimo de la fuerza. Una confianza que traicionaron de manera alevosa, dando
por acabado el orden público e iniciando un viaje a lo desconocido, plenamente
conscientes de que lo que se traían entre manos costaría torrentes de sangre y
ríos de lagrimas.
Es
de hacer notar que, hasta entonces, precisamente porque esas personas habían cumplido sus
obligaciones, ninguna intentona revolucionaria había podido prosperar. La
República las había sofocado, y habría seguido sofocándolas de no mediar la
sublevación de sus fuerzas armadas. El cuadro se oscurece más todavía cuando se
reconoce que estos sublevados actuaron de común acuerdo con una derecha que,
desgraciadamente y salvo honrosas excepciones, era antiliberal y antimoderna de
pies a cabeza. Sin la acción de
los primates de esa derecha, no habría habido en julio ninguna sublevación.
Y
es inevitable hacer notar que la sublevación de 1936 y el plan maximalista
concomitante cayeron sobre los españoles precisamente cuando, tras la victoria
del Frente Popular, esa derecha
temía que por vía democrática se llegase a un reparto de la propiedad y de la
riqueza en general, esto con criterios de justicia social y eficiencia
económica, justo lo que ella había rechazado de plano durante décadas, más
pendiente de sus egoístas intereses que del bienestar de la nación. Y es
inevitable hacerlo notar porque no es lo mismo sublevarse contra el orden
establecido con ánimo de preservar los propios privilegios que salir en defensa
de la justicia social cuando el ataque de los privilegiados ya ha dado
comienzo.
Nuestra modélica Transición hubiera sido imposible si los vencedores y
los derrotados no hubieran hecho un esfuerzo supremo, a favor de la concordia.
Y creo que el Supremo tiene su parte de razón al afirmar que la Ley de Amnistía
preconstitucional fue una pieza clave en aquel proceso, necesariamente
imperfecto. Pero me parece que a
estas alturas deberíamos haber progresado más en la comprensión del drama que
afectó a nuestros padres y abuelos y, de forma menos clara, a nosotros mismos,
en aspectos que a veces ni siquiera sospechamos. La dificultad es grande, desde luego, pero hay que hacerlo,
mirando de reojo las dificultades que, por ejemplo, los alemanes, los italianos
y los franceses han tenido y tienen al respecto.
Lo peor es la negación de la responsabilidad, pues la sociedad queda
desamparada ante las eventuales repeticiones catastróficas. No se puede sustentar una convivencia
sana sobre la desmemoria, ni sobre las visiones angélicas y mitificadas del
pasado que a uno le tocó en gracia. Y entiendo que el auto del juez Garzón, aunque
no haya podido prosperar, ha venido –mérito inmenso el suyo– a poner a
plena luz la enorme tarea
pendiente. Y no me cabe ninguna duda de que el Estado debe dar una respuesta
satisfactoria a las denuncias sobre los 114.266 desaparecidos que todavía pesan
sobre su conciencia. Alguien tendrá que retomar, para ello, el trabajo que Garzón se ha visto obligado a abandonar, y por el que merece mi apoyo y solidaridad (http://congarzonylaverdad.blogspot.com/)
Muy interesante. Le recomiendo dar una ojeada a la pagina web http://wiki.vilaweb.cat Aunque focalizado exclusivamente en la realidad catalana encontrará material más que interesante al respecto.
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