Asistimos al final de una época, en España, en Europa y más allá. Estamos
metidos en una crisis global, de alcance impredecible, pues lleva a un
enfrentamiento frontal entre sus beneficiarios, el famoso 1 por ciento, y sus víctimas, con la razón y la justicia
del lado de estas, con la fuerza
bruta, el dinero y la organización del lado de aquellos.
Oigo
voces melancólicas, que recuerdan los felices noventa y las gracias del fin de
siglo, y los lindos años iniciales del siglo XXI, como si en esos tiempos no hubieran sido triturados en serie varios
países según la fórmula que ahora se aplica a nosotros como gran novedad.
La crisis que ahora nos atormenta es el
resultado de un proceso de cuarenta años de monomanía neoliberal. Se ha seguido
un plan encaminado aniquilar la llamada Trinidad de Dahrendorf (democracia,
cohesión social, crecimiento económico) en beneficio de los muy ricos.
Estamos
ante una obra de la propaganda, el soborno y el chantaje. No hay en todo ello
el menor atisbo de respeto por lo que antes se llamaba bien común. No hay tampoco asomo de racionalidad, pues
los que nos han traído hasta aquí van
alocadamente a lo suyo, como en su día fue Hitler. Es de temer, por lo tanto, un desastre
global, que puede dejar pequeños a
todos los anteriores.
Es
el momento de recordar que el movimiento elitista se coló en nuestro
país en el peor momento, a la salida de la dictadura. La democracia resultante se
ha visto reducida a un grato fenómeno de superficie que algún día los
historiadores describirán como una simple concesión
política encaminada a encubrir una jugada maestra del poder oligárquico de
aquí y de allá.
Tanto el
PSOE como el PP se entregaron, aquel bajo cuerda y este descaradamente, al neoliberalismo
económico, renunciando de plano a sus respectivos ideales programáticos,
dejándose llevar por el espíritu de los tiempos, sin el menor reparo, sin el
menor atisbo de personalidad, sin el menor sentido de futuro. Se dejaron
llevar, se dejaron utilizar por las altas instancias planetarias, y a buen
seguro que acabarán “a la italiana”, como los socialistas de Craxi y los
democristianos de Andreotti. Todo
el entramado legal trufado de astucias que nos impidió ponernos a la altura de
la Europa social y que nos dejó atados de pies y manos a los poderes
financieros se firmó sin debate alguno, bajo el lema “¡es la economía,
estúpidos!”.
¿Ha
sido decente entregar las empresas
del Estado a manos de unos compadres? ¿Es de recibo que el Banco Central Europeo
preste dinero al 1 por ciento a los bancos privados para que estos hagan un negocio redondo y mecánico por el
procedimiento de prestárselo a los Estados al 7 por ciento? No desde luego. En este casino se juega
a lo grande, tan a lo grande que Urdangarin y Bárcenas son minúsculos.
En nuestro país, la clase dirigente, actuando siempre como vicaria de un poder más alto, hizo lo posible por quedar bien con la
gente, se sobreentiende que no por amor sino razones de mercadotecnia. Hasta que la codicia rompió el saco. La crisis económica propiamente dicha está siendo aprovechada para acabar con las
conquistas sociales, para acabar con la igualdad de oportunidades y con todo lo
relacionado con la protección de los más débiles, trabajadores incluidos. Esto
forma parte de un plan urdido hace cuarenta años en unos think-tanks del otro lado del Atlántico. Los resultados, a la
vista. La filosofía de fondo: el darwinismo social. El propósito: ganar enormes
sumas de dinero real o virtual. El objetivo final: una sociedad no igualitaria,
como la del siglo XIX, entregada al servicio del 1 por ciento.
El esfuerzo realizado por los españoles para conseguir un mínimo de
cohesión social y, por lo tanto, de estabilidad y de bienestar, al carajo. De
ahí que se socialicen las pérdidas, que se paguen salarios estratosféricos a
unos impresentables y se acogote al pueblo. Se apunta a que la gente caiga de
rodillas, quedando en situación de ser sobreexplotada hasta la extenuación. El 1
por ciento se frota las manos al ver subir el paro: España volverá a ser
interesante para los señores inversores cuando nuestros cuerpos y almas valgan
menos que las de un trabajador chino.
Todo
esto es desesperanzador. Sin embargo, la historia no ha terminado. Las mismas
personas que en su momento se dejaron deslumbrar por los objetos baratos que,
fabricados por esclavos, se ponían al alcance de cualquiera, las mismas que se
dejaron deslumbrar por usureros disfrazados de Aladino, las que no protestaron
cuando las empresas nacionales construidas con el trabajo de generaciones
fueron privatizadas según las pautas del “capitalismo de amiguetes”, las mismas
que se tomaron en serio las monsergas sobre el “capitalismo popular”, han dejado de creer. Hasta la
conformistas, heridos en su seguridad, dan la espalda a todo eso. El poder
establecido ya no tiene que vérselas con una minoría de críticos, sino con una
repugnancia generalizada. Mucha gente que se creía muy lista al predicar el
neoliberalismo económico, y muy segura, acaba de descubrir que, en efecto, el
pez grande se come al chico, y que ellos no son tiburones sino simples
sardinas.
Los
esfuerzos del poder establecido por hacerse con las riendas de las conciencias
con truquillos de marketing hasta ayer mismo eficaces producen resultados
patéticos. En lugar de convencer, irritan. Las poses ensayadas, los discursos
con voz firme, las mentiras dirigidas al gran público, cuyas tragaderas hemos
tenido ocasión de apreciar en los últimos lustros, todo eso se vuelve contra
quien lo practica. Y quizá en ello se
esconda una brizna de esperanza. En teoría al menos, la política de la
mentira tiene sus horas contadas, como la tiene la época de los robos de guante
blanco. Bien entendido que no sabemos qué hará el poder cuando se vea
totalmente al descubierto. Según las enseñanzas de la historia, es capaz de
meterse en guerras abiertas, en guerras sucias y, por descontado, de robar a
cara descubierta. Quedemos advertidos.
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