Aguantando la cola y el frío, miles de españoles rindieron el último
adiós al artífice de la Transición, mientras la clase política juntaba filas,
por una vez, para despedirle con todos los honores. Hasta los personajes que le
segaron la hierba bajo los pies le rindieron tributo, con grandes elogios a
tono con unas honras fúnebres dignas del siglo XIX.
Por contraposición, he oído decir
por ahí que Suárez fue una especie de príncipe Salina, un títere de la
oligarquía, el Cagliostro que se las arregló para urdir una Transición trucada.
El hecho de que viniese del Movimiento lo dice todo, me razonaron. ¡Como si el
cargo de maquinista de la Transición hubiera podido recaer en Santiago
Carrillo! Nos guste o no, la
apertura del Régimen franquista debía ser hecha desde dentro: aunque
históricamente quemado, conservaba el poder armado y contaba con un formidable
aparato represivo.
El rey eligió a Suárez porque era un
hombre del Movimiento, un joven ambicioso, hecho a medrar dentro de lo que hay.
Y lo que había era precisamente el Movimiento, un organismo sólidamente
implantado y organizado. La juventud, el carisma personal, ausencia de
antecedentes democráticos, la falta de proyecto propio, la impecable hoja de
servicios al Régimen, todo esto le
permitió a Suárez llegar a la cima, como el hecho de venir de abajo y de
debérselo todo. La Transición sería vista como un proyecto de la Corona. Este
efecto visual no se habría podido conseguir si el elegido hubiera sido, por
ejemplo, Manuel Fraga, a quien don Juan Carlos sabía inmanejable tanto por su
carácter como por su edad y su sólida preparación intelectual.
Suárez empezó, pues, como un mandado.
Pero sucedió algo imprevisto: en cuanto se supo presidente electo por los
españoles mismos, y no por designación real, se creció, en parte, supongamos,
por ambición, pero en parte, no cabe discutirlo, por tener una idea precisa de
la autoridad que se le confería y, desde luego, de lo que la elección tenía de
moralmente comprometedora para él. Era listo y había aprendido sobre la marcha lo
principal.
Alfonso
Osorio se llevó las manos a la cabeza cuando Suárez le hizo saber que, en definitiva,
era un socialdemócrata. Osorio, un monárquico conservador, nos explica en sus
memorias que, a partir de ese momento, se alejó de Suárez como de un apestado.
Y este se comportó, en efecto, como un socialdemócrata, con Carmen Díez de
Rivera, procedente del grupo de Dionisio Ridruejo, como consejera. Precisamente
Ridruejo había dejado dicho que los falangistas de buena voluntad podrían
integrarse en un sistema democrático adscribiéndose a un partido socialdemócrata como el suyo (la
USDE) o a una variante de la democracia cristiana que estuviese comprometida
con la doctrina social de la Iglesia.
Suárez viró hacia las coordenadas de la socialdemocracia porque eso
entraba dentro de lo posible. No es extraño, por lo tanto, que los responsables
de la política económica que eligió fueran de esa tendencia. Y tampoco es
sorprendente que, a pesar de la calamitosa herencia económica que le había
dejado el régimen franquista, intentase llevar adelante un proceso de
redistribución de la riqueza, como en su momento hubo de reconocer el profesor
Fuentes Quintana.
Se suele olvidar que, a diferencia de sus sucesores, Suárez hizo lo
posible por mantener a raya a los banqueros. Respaldado por sus votantes, se
atrevió a eso y a mucho más. Irritó a los ricos, obligándoles a pagar
impuestos. Irritó a la Iglesia respaldado la ley de divorcio de su ministro de
Justicia, Francisco Fernández Ordóñez, otro socialdemócrata, y también irritó
al Ejército, cuya porción más veterana vivía cada paso hacia adelante como una
provocación. Y también irritó gravemente a los socialistas, temerosos de que
invadiera su espacio político con su pulsión socialdemócrata.
Su política exterior puso de los nervios a la derecha atlántica y a
Israel. Suárez daba muestras de simpatía por los no alineados; de hecho,
recibió en Madrid a Yasir Arafat, siendo el primer gobernante occidental en
atreverse a invitarlo. Se opuso al ingreso de España en la OTAN. Como en su
adscripción a la socialdemocracia, podemos ver en estas tomas de posición los
rescoldos de su formación como hombre del Movimiento. Pues como hombre del
Movimiento, con el correspondiente trasfondo falangista, consideraba obvio que
estaba obligado a defender, por encima de todo, los intereses económicos de la
sociedad y la dignidad de España en la escena internacional.
Todos sabemos lo que de retórica
tuvo el anticapitalismo del Régimen y cualquiera puede constatar la poquedad
del Estado social que nos dejó,
pero, atención, a juzgar por lo que hoy se lleva, ese Estado ya no parece tan
poca cosa. Además, la lucidez
histórica sale perdiendo si uno ignora el peculiar entramado ideológico del
Movimiento, si pasa por alto sus valores de referencia, si los descarta
desdeñosamente como simple maquillaje o mera autojustificación.
Porque en esos valores se educó
mucha gente, tomándoselos en serio. Véase el caso de Suárez. Se transformó en
un demócrata, renunciando a una parte de sus principios originales, pero conservando
los que consideraba válidos. De modo que habría sido imposible para él gobernar
al servicio de una oligarquía nacional y transnacional. Y precisamente por eso
fue atacado desde todos lados y finalmente derribado, no sólo por la inquina de
los militares. Hacía falta un hombre más flexible…
Si
es significativo es que Suárez, abandonado por los barones, crease un partido
nuevo y propio, el Centro Democrático y Social, claramente socialdemócrata y
moderadamente progresista, también lo es que el establishment le diese la
espalda, negándole el pan y la sal (recuérdese el dineral que este se gastó en
la operación Roca). Suárez se quedó sin sponsors, obligado a seguir en
condiciones sumamente precarias.
El
hundimiento político de Suárez coincidió, y no es casual, con la transformación
del entero panorama mundial con la galopada del movimiento neoliberal, al que
fueron a sumarse todos sus detractores con mayor o menor complacencia, tanto
los de derechas como los de izquierda, ya encandilados con las señora Thatcher
y el señor Reagan. La revolución de los muy ricos, en curso desde entonces, era
incompatible con la sensibilidad humana y política de Adolfo Suárez, lo que a
mi juicio le honra.
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