Decía Marvin Harris que el lenguaje, que nos hace tan poderosos, nos pone también en situación de ser llevados de la nariz. De ello tenemos pruebas abrumadoras en la actualidad, ya en la era de la contrailustración militante.
Un sujeto bien trajeado y encorbatado, joven él, pugna por meterse en el ascensor y me veo en la sanitaria obligación de expulsarlo del habitáculo. Me chilla que soy un cobarde y que todo esto de la pandemia es una mentira.
Me dicen que la nieve no es tal, sino plástico, como alguien demostró con un mechero. Para entretenerme, suelo preguntar por los responsables, y siempre me responden que ellos, no se sabe quiénes. Si tiro del hilo, puede aparecer el pobre Soros, ya involucrado en el cuento del famoso chip. La locura va a más, con la asertividad propia de una paranoia de libro. Y mientras se pierde el tiempo con estas estupideces, continúa la depredación, de la que ya no se puede hablar a las claras.
No es de extrañar que haya demanda de cazadores de bulos y mentiras, en cuya piel no quisiera estar por las horribles jaquecas inherentes a semejante oficio, agravadas por la evidencia de que las mentiras se difunden mucho mejor que las verdades, que no por casualidad tienen un valor económico irrisorio en comparación.
Hasta donde alcanza mi vista, hay dos tipos de mensajeros: los tontainas y los cabrones, muchos de ellos de pago, pues hay que contar con los promotores en la sombra. Piénsese, por ejemplo, en Robert Mercer y Steve Bannon, pillados con las manos en la masa cuando salió a la luz el escándalo de Cambridge Analytica. Bien entendido que ni siquiera poniendo al descubierto uno por uno a estos personajes tenebrosos tendríamos una visión clara por la sencilla razón de que ya se ha impuesto una mentalidad que se caracteriza por despreciar y ridiculizar el propósito de ir en busca de la verdad.
La sofística tiene no menos de dos mil cuatrocientos años de antigüedad, pero tengamos por seguro que el viejo Protágoras se quedaría sorprendidísimo ante el espectáculo. Pues ahora se engaña a mansalva, a lo bestia, lo que en su tiempo no era de ninguna utilidad ni en los tribunales ni en el ágora, donde había que persuadir a sujetos inteligentes, o al menos mentirles bien. De los grandes relatos y las mentiras de largo recorrido hemos pasado a los microrrelatos y las improvisaciones chapuceras sobre la marcha. Lo único que importa es el efecto, el impacto. El mentiroso –Trump, por ejemplo–, no teme quedar al descubierto: está dispuesto a redoblar la apuesta y, de últimas, a ufanarse de su osadía, e incluso a regodearse en el miedo que puede inspirar alguien capaz de mentir tan alevosamente ante los ojos del mundo entero.
Cuanto más grande sea una mentira, más gente se la creerá (Goebbels dixit). Y lo de Trump –el cuento de que le robaron las elecciones– tiene precedentes y hasta cabe hablar de una escuela de mentirosos. Piénsese, por ejemplo, en la milonga que se usó para invadir Irak –las armas de destrucción masiva, la conexión de Sadam Husein con Al Queda…– o, sin ir más lejos, en el cuento de que el atroz atentado yihadista del 11-M en Atocha fue obra de ETA, y esto por un sucio cálculo electoral. Parece de chiste, pero todavía hay gente que afirma que detrás de dicho atentado estuvo la mano del ministro socialista Rubalcaba… De no pedir cuentas a los mentirosos se siguen consecuencias graves, cómo no. En realidad no es de extrañar que tanta gente no se fíe en la actualidad ni de la nieve. Me pregunto qué arreglo puede tener, y no lo sé.
Un sujeto bien trajeado y encorbatado, joven él, pugna por meterse en el ascensor y me veo en la sanitaria obligación de expulsarlo del habitáculo. Me chilla que soy un cobarde y que todo esto de la pandemia es una mentira.
Me dicen que la nieve no es tal, sino plástico, como alguien demostró con un mechero. Para entretenerme, suelo preguntar por los responsables, y siempre me responden que ellos, no se sabe quiénes. Si tiro del hilo, puede aparecer el pobre Soros, ya involucrado en el cuento del famoso chip. La locura va a más, con la asertividad propia de una paranoia de libro. Y mientras se pierde el tiempo con estas estupideces, continúa la depredación, de la que ya no se puede hablar a las claras.
No es de extrañar que haya demanda de cazadores de bulos y mentiras, en cuya piel no quisiera estar por las horribles jaquecas inherentes a semejante oficio, agravadas por la evidencia de que las mentiras se difunden mucho mejor que las verdades, que no por casualidad tienen un valor económico irrisorio en comparación.
Hasta donde alcanza mi vista, hay dos tipos de mensajeros: los tontainas y los cabrones, muchos de ellos de pago, pues hay que contar con los promotores en la sombra. Piénsese, por ejemplo, en Robert Mercer y Steve Bannon, pillados con las manos en la masa cuando salió a la luz el escándalo de Cambridge Analytica. Bien entendido que ni siquiera poniendo al descubierto uno por uno a estos personajes tenebrosos tendríamos una visión clara por la sencilla razón de que ya se ha impuesto una mentalidad que se caracteriza por despreciar y ridiculizar el propósito de ir en busca de la verdad.
La sofística tiene no menos de dos mil cuatrocientos años de antigüedad, pero tengamos por seguro que el viejo Protágoras se quedaría sorprendidísimo ante el espectáculo. Pues ahora se engaña a mansalva, a lo bestia, lo que en su tiempo no era de ninguna utilidad ni en los tribunales ni en el ágora, donde había que persuadir a sujetos inteligentes, o al menos mentirles bien. De los grandes relatos y las mentiras de largo recorrido hemos pasado a los microrrelatos y las improvisaciones chapuceras sobre la marcha. Lo único que importa es el efecto, el impacto. El mentiroso –Trump, por ejemplo–, no teme quedar al descubierto: está dispuesto a redoblar la apuesta y, de últimas, a ufanarse de su osadía, e incluso a regodearse en el miedo que puede inspirar alguien capaz de mentir tan alevosamente ante los ojos del mundo entero.
Cuanto más grande sea una mentira, más gente se la creerá (Goebbels dixit). Y lo de Trump –el cuento de que le robaron las elecciones– tiene precedentes y hasta cabe hablar de una escuela de mentirosos. Piénsese, por ejemplo, en la milonga que se usó para invadir Irak –las armas de destrucción masiva, la conexión de Sadam Husein con Al Queda…– o, sin ir más lejos, en el cuento de que el atroz atentado yihadista del 11-M en Atocha fue obra de ETA, y esto por un sucio cálculo electoral. Parece de chiste, pero todavía hay gente que afirma que detrás de dicho atentado estuvo la mano del ministro socialista Rubalcaba… De no pedir cuentas a los mentirosos se siguen consecuencias graves, cómo no. En realidad no es de extrañar que tanta gente no se fíe en la actualidad ni de la nieve. Me pregunto qué arreglo puede tener, y no lo sé.
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