Hace setenta años dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, fueron
arrasadas por sendas bombas atómicas. Desde entonces, al llegar estas fechas,
se pide en todos los idiomas la renuncia a tales armas, sin resultado.
En estos momentos hay unas 15.000 cabezas nucleares, más que suficientes
para destruir el planeta no una sino varias veces, evidencia que no se puede encajar
en una visión de progreso digna de tal nombre. Las masacres que ahora evocamos proyectan su maligna luz sobre nuestro
presente y sobre el futuro, sin que podamos consideradas un asunto pasado o ya
maduro para el olvido.
No
fue una sorpresa menor descubrir que Japón estaba en trance de rendirse cuando
fueron lanzadas esas primeras bombas atómicas sobre objetivos netamente
civiles, preservados intactos hasta ese momento con la siniestra finalidad de
dejar bien clara la superioridad destructiva de las nuevas armas. También fue
escalofriante descubrir que el objetivo
primordial fue hacerle saber a Stalin que debía quedarse quieto.
Conocidos
los entresijos de la decisión de lanzarlas, la publicitada teoría que las pinta
como un “mal necesario” encaminado a salvar vidas de soldados norteamericanos
ha caído en el descrédito, al menos por lo que se refiere al círculo de los
estudiosos del tema. Es más, ya no parece posible inscribir tales bombazos en
la lista de los hechos de guerra propiamente dichos. El mismísimo general
McArthur dejó constancia de que eran “completamente inútiles desde el punto de
vista militar”. Ni se dude de que
el viejo santo Tomás los hubiera considerado inmorales.
Creo que lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki nos obliga someter a un
concienzudo peritaje los cimientos morales de la civilización, cosa que
desgraciadamente no se hizo al término de la II Guerra Mundial. La victoria
sobre el III Reich y sobre su asociado japonés no permitió ir al fondo de la
cuestión. La victoria había hecho buenos a los Aliados y por lo visto no es
nada fácil sustraerse a la lógica de la guerra total, inscrita en el ADN de
nuestro tiempo a despecho de las amables apariencias.
¿Acaso
no se echan de menos unas palabras de arrepentimiento? Que Estados Unidos
tuviera en su mano la posibilidad de elevarse moralmente por encima de todos
sus enemigos, por el simple procedimiento de abstenerse de usar la bomba
atómica, y la desdeñase olímpicamente, para después festejar sus efectos con
bochornosa algarabía, esto debe ser motivo de reflexión.
Obligados a filosofar después de
Auschwitz y del Gulag, estamos también obligados a hacerlo después de Hiroshima
y Nagasaki. No vaya a ser que estemos bajo el maligno imperio del mismo poder
criminal que atribuimos a Hitler y a Stalin, sospecha que se cierne pesadamente
sobre nosotros.
Visto
el panorama, no es un asunto de patrias y banderas. Estamos, me temo, ante un
problema de civilización. Resulta que
más allá de las lindas palabras, el ser humano carece de valor. Si tiene la
desgracia de cruzarse en el camino del poder, no vale nada. El maltrato a los
inocentes, del que hoy somos testigos constantemente, implica una reviviscencia
de Auschwitz, pero también de los crematorios de Hiroshima y Nagasaki.
Eso de
atacar países o bombardear ciudades so pretexto de neutralizar a un par de
individuos odiados, como ahora se hace, ¿tiene algo que ver con la superioridad
moral? ¿Se puede pasar por alto que los neoliberales tienen entre pecho y
espalda la misma porquería intelectual que alentó Hitler, la milonga del
“darwinismo social”?
Alambradas, cuchillas, torres de vigilancia,
murallas, “campamentos para refugiados”, hambreados, muertos de hambre,
emigrantes a la desesperada, “daños
colaterales”, bolsas de miseria, poblaciones esclavizadas, un Auschwitz
posmoderno en Guantánamo, todo esto adquiere un sentido preciso a la luz de lo
acontecido en Hiroshima y Nagasaki. Bien podía estar en fase de construcción un
gulag planetario, comparado con el
cual las criminales ambiciones imperiales japonesas y alemanas fueran asuntos
menores, horrores localizados. Confío en que seamos capaces de impedir tamaña
locura antihumana, una artera repetición.