Pese a
quien pese, el juez Pedraz ha hecho muy bien en mantenerse firme ante la infame
pretensión de castigar cual si fueran grandísimos terroristas a unas víctimas
del brazo represor del Estado escogidas más o menos al azar.
Y
desde luego, ha hecho muy bien al recoger en su auto la evidencia de que nuestra
clase política se encuentra en sus horas bajas. Le han llamado “pijo”, “ácrata”
y hasta “indecente”, lo que nos da una idea de lo que pasa en este país cuando
alguien contempla la realidad con los ojos bien abiertos, cuando alguien se
niega a participar en el juego de prestidigitación en que se ha convertido el
ejercicio del poder.
El juez
insultado le ha hecho un favor a la democracia, pues ha ofrecido amparo a
quienes están hartos de que esta sea utilizada en perjuicio del bien
común. La ceguera y la prepotencia
de sus detractores merecía este saludable correctivo.
Pero
este ha sido sólo un capítulo de una historia que va para largo. No se ha
modificado en vano el código penal y no cabe pasar por alto los tremendos
delitos que, de haber podido, les hubieran endosado a los detenidos, en parte
como aviso para navegantes.
En todas
partes y en todo tiempo, las medidas contrarias al bien común se han visto
acompañadas por crecientes dosis de brutalidad. Y es evidente que los máximos
dirigentes europeos y españoles, simples lacayos del gran capital, cabalgan en
solitario, en plan mafioso, creídos
de que con la propaganda y con las porras van lo que se dice sobrados. ¡Qué
insensatos! Convencido estoy de que necesitamos muchos Pedraz, aquí y en Bruselas.