Lo sucedido con el hasta ayer mismo festejado vicepresidente de Gobierno
en tiempos del aznarato ha roto los esquemas de millones de españoles
bienpensantes. Veían en su persona al taumaturgo del “milagro económico” y a saber
por qué razón en este país no es
chocante ni sonrojante hablar de
milagro en asuntos tan crudamente materiales.
Una manera de pensar y proceder ha quedado al descubierto,
una vez más, pero en forma de revelación. Un día no lejano Rato será objeto de
sesudos estudios, cuando se den la vuelta por completo las tornas de la
historia, y todo lo relacionado con las ideas, las prácticas y los supuestos
milagros del neoliberalismo en nuestro país sea pasto de la despiadada crítica
que merece.
Es,
a mi parecer, uno de los hombres a seguir para ilustrar la penetración del
neoliberalismo en nuestro país, la reducción del PP a sus antisociales milongas
y, lo que no deja de tener interés histórico, la peculiar manera de enlazar el “capitalismo
de amiguetes” del franquismo con el de nueva planta, operación por lo visto
facilísima, ejecutada con naturalidad por los hijos de quienes se aprovecharon
de su condición de vencedores de la Guerra Civil.
El tema
da mucho de sí por cuanto invita a
reflexionar sobre la tradicional simpleza del capitalismo español, hecho a los
negocios facilones a la sombra del poder y sobre el completo repertorio de corruptelas en la trastienda
del sistema presuntamente inmaculado, antes dictatorial, ahora democrático (por
no remontarnos a la España de Galdós).
Y da
mucho de sí por cuanto salen al paso claros indicios de que los amiguetes de
hoy, estimulados por ese neoliberalismo que les ha venido como anillo al dedo,
de por sí acostumbrados a trampear o a ver trampear al filo de la ley, se han superado a sí mismos, como si
todavía bastase hablar con don Tal, amigo de toda la vida y del Alto de los
Leones, para resolver cualquier enredo molesto. Y claro que sin el temor de que
les vaya a caer un rayo desde El Pardo y, encima, con la grata sensación de
estar en la misma movida que los grandes tiburones del mundo entero, sensación
que sus padres no tuvieron ocasión de catar.
En
mis arduos recorridos por la historia de España he tenido repetidos encuentros,
como ratón de libros y periódicos viejos, con el señor Rato, e incluso con las
andanzas de su padre. Me tengo bien leídas las dos biografías disponibles. He
sabido de su Porsche primigenio y
de sus idas y venidas en moto de gran cilindrada con su amigo Herrero de Miñón.
También supe de su empeño definir a Alianza Popular como partido de derechas,
como si en el punto de partida no
hubiese entendido el propósito de centrarla. E incluso llegué a saber que el
principal motivo por el que se vio preterido en beneficio de Mariano Rajoy fue
su oposición a la guerra de Irak, expresada a puerta cerrada. Me percaté,
claro, de que no era el más retrógrado del elenco, que era rápido y expresivo,
no un vulgar monigote parlante.
Ahora bien, lo que siempre me produjo inquietud
e incluso desazón fue su proyección como superministro de Economía y Hacienda.
¿Estaba preparado para ese cargo, siendo así que era un abogado? Había hecho un
master en administración de empresas en Estados Unidos, pero, ¿era suficiente?
No, intuí. Creo que su preparación era buena para ventear negocios y
articularlos, no para la conducción económica de un país como el nuestro, con
sus particularidades y su insuficiente rodaje democrático.
Rato estudió Economía cuando ya
estaba en las alturas. Esto tuvo su mérito si pasamos por alto las
circunstancias (¿quién se habría atrevido a agraciarle con un suspenso?). Como
para cualquiera que haya tenido que compaginar el estudio con el trabajo,
constituye para mí un motivo de asombro que lograse, además, producir una tesis
doctoral en tiempo récord, en medio de un cúmulo de responsabilidades de Estado.
Los nombramientos ministeriales obedecen
a una lógica peculiar en la que intervienen factores diversos, como la amistad
por ejemplo. Pero entiéndase mi inquietud. Consideré, fatal casualidad, los merecimientos de Rato inmediatamente después de estudiar la
aportación del profesor Fuentes Quintana, un peso pesado (el artífice de los
Pactos de la Moncloa). De la comparación no salía muy favorecido.
Su encumbramiento a la gerencia del FMI (como resultado de la presión
conjunta y solidaria del PP y del PSOE) me procuró otra ración de inquietud.
Que luego se le atribuyese, en retrospectiva, el mérito de haber obrado el “milagro
económico español”, visto lo visto, cuando aun faltaba el escándalo, me puso
ante la evidencia de que se trata de un personaje clave para entender el curso
de los acontecimientos, esto es, la deriva de este país desde la Transición a
las putrefactas aguas del neoliberalismo en las que ha venido a encallar y
desangrarse. Y por cierto que no es un dato menor que Luis de Guindos y Cristóbal Montoro se iniciasen como peones suyos.
Sí, creo que el de Rato es un caso
emblemático, digno de un estudio en profundidad, sea cual sea el resultado de
los procesos judiciales en curso. Claro que se puede considerar un “caso
particular”, según la apreciación de Soraya Sáenz de Santamaría, pero lo que
tiene de interesante le trasciende ampliamente. Como fenómeno social y psicológico,
y por supuesto como fenómeno de partido, no tiene desperdicio.
Bien mirado, no es
sorprendente que se dejase llevar por el abecé del neoliberalismo, la moda loca
de cuando él se puso a estudiar Economía, tan fácil de acoplar a los modos
oligárquicos jamás desarraigados a los que ya hice referencia. Gracias a ese
abecé alcanzó el grado máximo de asertividad y propulsión, pues en él no
figuran las dudas ni las consideraciones históricas, como tampoco las
consecuencias sociales, que le traen sin cuidado a esa escuela de pensamiento.
Que era facilísimo dejarse llevar lo
prueba el hecho de que los muy instruidos ministros socialistas Boyer y
Solchaga le hubiesen desbrozado el camino. ¡Que tiempos aquellos en los que ni
siquiera hacían falta los hombres de negro para que el oso hiciera lo que es
debido!
En todo caso, tengo por seguro que dicho abecé torció el rumbo de la
entera Transición. Así, sea por miopía o por malicia, ha acabando por repetirse
en nuestro caso la desgracia de otros países dependientes que fueron arrasados con anterioridad.
Tarde o temprano, tras las vacas gordas, tras hacer caja con la venta de las
joyas de la abuela, vendrían las flacas, estaba escrito, un desastre para el país, ya que no para la
elite de la que el señor Rato formaba parte por derecho propio. Y esto también
se sabía, o por lo menos lo sabían los estudiosos de la Historia y algunos
economistas que se quedaron sin el Premio Nobel.
En fin, no siendo posible
considerar a Rato el único responsable de lo ocurrido, de que no se tomaran las
medidas oportunas en su debido momento, resulta imposible situarlo al margen
como anomalía, como manzana podrida o cosa parecida. Y además, lo que él tiene de bluff espectacular, pertenece de por sí a la esencia del
neoliberalismo cleptocrático, como la pulsión chapucera, el cortoplacismo y la desconexión del bien común. Su caída, que para muchos significa una
revelación cuasi insoportable (“pero, dígame, ¿en manos de quiénes hemos
estado?”), ha venido a coincidir con el ocaso del neoliberalismo, a estas
alturas incapaz de generar ningún proyecto positivo para el común de los
mortales. No creo que sea una coincidencia casual. Ya no hay conejos en la
chistera ni ases en la manga. ¡Qué mal suenan hoy las milongas sobre la nueva economía, el
capitalismo popular y la sociedad de propietarios!