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viernes, 27 de marzo de 2020

TRUMP, JOHNSON & CÍA (y 2)

      En pleno ataque del coronavirus, ya se detectan fuertes tensiones entre los países, cierta atmósfera de sálvese quien pueda. 
    Solo la ayuda de China y la llegada a Italia de un contingente de médicos cubanos y de otro de soldados rusos se salen claramente del guión con su encomiable aporte de solidaridad, algo rarísimo en las alturas de la dirigencia planetaria, tanto que se ha optado por no ponerlo en primera plana. No vaya a ser que Putin y Xi Jinping se agiganten en la consideración de la opinión pública.
    Vistos desde aquí, desde mi confinamiento, los primates occidentales se limitan a marear la perdiz, incapaces de alumbrar una respuesta a la altura de las circunstancias. Van pasando los días, y nada. No se me puede pedir optimismo. Evidentemente, no hay cabezas pensantes para hazañas como New Deal,  Bretton Woods o el Plan Marshall, aunque haya muchas empeñadas en salirse con la suya. 
   No es que Trump, Johnson & Cía hayan desafinado un poco. Es que están en otra galaxia: para ellos, por encima de todo está el dinero, no las personas, no sus respectivos pueblos. El sadocapitalismo da la cara una vez más, como lo que es, a saber, un movimiento de codiciosos prepotentes, de darwinistas sociales irredentos e irrecuperables, rebozados en la banalidad del mal y dispuestos a transitar sobre una montaña de cadáveres.
     Ninguno de esos personajes actúa a título individual. Sus declaraciones obedecen a una visión del mundo. Se pronuncian de acuerdo a un argumentario compartido, para nada improvisado. No es casual que Trump de por hecho el regreso a la normalidad dentro de tres semanas. Imagina las iglesias abarrotadas el Domingo de Pascua. En la misma línea se pronuncia Jair Bolsonaro, para el cual el Covid-19 solo produce un risible "resfriadito"  [sic!].
    Con algún disimulo, andan  en lo mismo los Países Bajos y Alemania… ¿Se sacó algo en limpio de la reunión extraordinaria del Consejo Europeo? Pues sí: no a los coronabonos. Se pretende resolver el problema sin retocar la arquitectura financiera de la zona euro, es decir, con los mismos métodos usados para apañar la crisis del 2008 (con ventaja para los bancos y los especuladores en general). ¡Sálvese quien pueda! 
    El ministro neerlandés de finanzas, Wopke Horkstra, no tuvo mejor idea que reclamar a la Comisión que investigue a España –y a otros países– por pedir medidas excepcionales, por mangonear o cosa parecida. Le ha correspondido al primer ministro portugués, Antonio Costa, el honor de calificar la reclamación de Horkstra como se merece, como "repugnante"… Con ese tipo de reclamaciones, se pone en peligro, dice Costa, el entero proyecto europeo. Tiene razón.  Ha sido el más claro. Pedro Sánchez ha mantenido un perfil bajo, al igual que Macron y Conte, a ver si dentro de quince días los alemanes y los neerlandeses se avienen a entrar en razón, cosa que dudo. O Sánchez, Macron y Conte dan un puñetazo sobre la mesa o el último que apague la luz.
  Actualmente, Trump, Johnson y Cía van lanzados hacia una vuelta a la normalidad, como si tal cosa fuera posible. Y sus peones van segregando mensajes de apoyo, revestidos, cómo no, de cierto aire tecnocrático, dirigidos a las mentes supuestamente pensantes y supuestamente inmunes a los giros pintorescos. Ya se sabe, un mensaje para el populacho, otro para el lector que se las da de culto.
   Ahora es fácil entender  por qué la OMS, presionada por esa banda, empezó por minimizar el impacto demográfico de la enfermedad y  por qué se resistió a usar la palabra pandemia hasta el 12 de marzo. ¿Ocurrió por falta de reflejos, por incompetencia? No lo creo.
    Y ahora es fácil también comprender el goteo de mensajes encaminados a convencernos de que en realidad no pasa nada, por tratarse de un resfriadito, de una gripecita, siendo hasta obvio que no hay motivo alguno para suspender la actividad económica, pues aquí solo corren peligro los viejos. Ni Trump ni Johnson estuvieron nunca solos.
   El vicegobernador de Tejas acaba de declarar en plan melodramático que los abuelos deben estar dispuestos a dar la vida por el bienestar económico de sus hijos y nietos. El genio de Cambridge Analítica y mago de los algoritmos  Robert Mercer (coleccionista de yates de lujo y orgulloso propietario del arma usada por Arnold Schwarzenegger en Terminator) quiere que se vuelva a la normalidad de inmediato. El presidente de Goldman Sachs y los del Tea Party piden lo mismo. El reverendo Jerry Falwell Jr, líder evangélico, se niega a cerrar su universidad, con la misma idea demencial. 
    No faltan los intelectuales que andan en ello. Por ejemplo, tenemos el caso de Thomas L. Friedman, ganador del Premio Pulitzer en tres ocasiones. Friedman, campeón del optimismo, muy celebrado en las tenidas de los think-tanks del movimiento a favor del sadocapitalismo, acaba de dar publicidad en el New York Times a las tesis del doctor David L. Katz (Universidad de Yale). "Es hora de pensar si hay una alternativa mejor que cerrar todo"  es un artículo que no tiene desperdicio. 
    El tándem Friedman/Katz apuesta, al igual que Johnson, por la famosa inmunidad de grupo, dejando correr el virus. Habría, sí, que proteger un poco a los más vulnerables, pero nada más (pues se sobreentiende que no hay mucho que se pueda hacer por los ancianos y por los tocados). Que los jóvenes enfermen, se recuperen y vuelvan al trabajo. Es, nos asegura, lo mejor que se puede hacer, porque bajar la persiana durante meses y tratar de salvar del virus a todos, sin importar su perfil de riesgo, sí que tendría consecuencias catastróficas: "matamos a muchos otros por otros medios, al matar nuestra economía y tal vez nuestro futuro". Me pregunto cuánto tardará este mantra inmoral (y fatalmente antieconómico por lo que sabemos del virus) en alinear las conciencias de la porción más repulsiva de nuestra sociedad.
    En cualquier caso, todo indica que la elite del poder está dividida. Una parte, la de mayor peso, junta filas tras Trump, Johnson y Cía; otra, en la que por fortuna milita Pedro Sánchez, considera insoslayable anteponer la salud al dinero; y hay otra más, la de los poderosos indecisos, que pueden inclinar la balanza en uno o en otro sentido. Lo que está claro es que la humanidad se la juega.