Nuestra democracia, joven a juzgar por sus años pero ya renqueante, se
verá puesta a prueba durante 2015 y la verdad es que yo no me atrevería a poner
la mano en el fuego por su calidad futura. A saber lo que puede pasar.
La
deriva de nuestro sistema político sugiere que hasta podría costar mantener las
formas, por la gravedad del enfrentamiento de fondo. Nos debatimos entre dos
modelos de sociedad que son manifiestamente incompatibles. Ya veremos cuál de
los dos gana, y con qué consecuencias.
Hay algo trágico en todo esto. En pocos años, los españoles hemos pasado
de la esperanzada vivencia de compartir el mismo modelo a caer en la cuenta de
que de que los modelos son dos: el de siempre, basado en la famosa Trinidad de
Dahrendorf (democracia, cohesión
social, crecimiento económico), y el otro, basado en la ley del más fuerte,
esto es, en el capitalismo salvaje.
Tiempos hubo en los cuales se pudo dar por sobreentendida la
convergencia de la izquierda y la derecha en el proyecto común, quedando sus
respectivas propensiones más o menos equilibradas, con efectos constructivos a
corto y a largo plazo, dentro de una normalidad que este país había tardado
mucho en disfrutar. En ello se basaban el consenso y el buen rollo.
Esos tiempos han quedado atrás, no solo en la consideración de los
intelectuales avisados o críticos sino en la de muchísima gente, crudamente
afectada por la crisis económica y también y sobre todo por la gestión de la
misma, que es donde la perversidad del nuevo modelo ha dado la cara.
Los despistados, los bienpensantes de toda la vida y hasta los memos han
caído en la cuenta de que este país se gobierna en función de los intereses de
minorías cleptocráticas locales y transnacionales que ya ni siquiera se toman
el trabajo de disimular. A lo más que llegan los portavoces autorizados del
poder es a decir que ya hemos dejado la crisis atrás, esto en plan
triunfalista, a la Menem o a la Fujimori.
De
aquí a las elecciones se hará un gran esfuerzo por ocultar el modelo de
sociedad que orienta los pasos de la minoría cleptocrática, como si tal cosa
fuera posible a estas alturas. La gente ya sabe que si se deja llevar por las
mentiras, las zanahorias electoreras y las melopeas macroeconómicas, se despertará en el siglo XIX, en una
sociedad condenada a la desigualdad, el clasismo y la brutalidad.
De modo
que es harto probable que, a pesar del conservadurismo popular, el poder
cleptocrático reciba su merecido en las urnas total o parcialmente. Como ese
poder no ha dado puntada sin hilo (ley mordaza, liberalización espionaje
telefónico, etc), como no es de buen perder, debemos estar preparados para
vivir tiempos difíciles.
Ese
poder ha actuado de manera tan ruin que se merecería un Robespierre o un Lenin,
pero está lejísimos de agradecer que se le plantee una alternativa democrática,
a la que incluso se niega a reconocer como tal, y esto último es lo que más me
preocupa. Es un mal augurio, un signo de estos tiempos.
La verdad es que no quisiera verme en el pellejo de Pablo Iglesias, como tampoco en el de Alexis Tsipras, pues en situación tan crítica tienen muy poco margen de maniobra. En cuanto huelan, aunque sea un poquito, a Hollande o al renegado Moscovici, adiós.
En suma, donde teníamos uno, resulta que tenemos dos modelos de sociedad, uno que orienta los pasos de quienes deseamos que la economía vuelva a ser puesta al servicio de las personas y los pueblos, y otro que pugna por echar abajo los últimos obstáculos que hay en el camino del capitalismo salvaje. Y en este esquema ni falta hace decir que no hay centro, ni tierra de nadie. Razonar en busca del virtuoso y aristotélico término medio no conduce a nada, salvo al dolor de cabeza y la depresión clínica.
La verdad es que no quisiera verme en el pellejo de Pablo Iglesias, como tampoco en el de Alexis Tsipras, pues en situación tan crítica tienen muy poco margen de maniobra. En cuanto huelan, aunque sea un poquito, a Hollande o al renegado Moscovici, adiós.
En suma, donde teníamos uno, resulta que tenemos dos modelos de sociedad, uno que orienta los pasos de quienes deseamos que la economía vuelva a ser puesta al servicio de las personas y los pueblos, y otro que pugna por echar abajo los últimos obstáculos que hay en el camino del capitalismo salvaje. Y en este esquema ni falta hace decir que no hay centro, ni tierra de nadie. Razonar en busca del virtuoso y aristotélico término medio no conduce a nada, salvo al dolor de cabeza y la depresión clínica.
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