Los asesinos acaban de ser abatidos. Todavía no se sabe cuántos rehenes han
caído como resultado de las operaciones encaminadas a su neutralización. Se
ignora asimismo cuál es el estado de los numerosos heridos en el atentado contra
“Charlie Hebdo”. Estamos bajo los efectos de una conmoción en la que solo
resplandecen en positivo los sentimientos de solidaridad con las víctimas, con
los queridos artistas segados por una venganza atroz motivada por unas caricaturas de Mahoma, y con todas
las personas, agentes del orden o meros transeúntes, que han caído con ellos por pura fatalidad.
Que los asesinos sean elevados a la categoría “mártires de la yihad” por
sus afines extraeuropeos nos
revuelve las entrañas. Nos vemos de cara con lo extraño, en su versión peor. Se
activan los reflejos defensivos, con la correspondiente paranoia.
Una caja de zapatos provocó en Madrid el desalojo de la estación de
Nuevos Ministerios y un colapso circulatorio. Falsa alarma. Se temen nuevos
atentados.
Se constata que por imponente que sea el aparato de seguridad del Estado,
nuestras ciudades y nosotros mismos somos de buenas a primeras muy vulnerables a
este tipo de acciones terroristas. Que se haya demostrado, en este caso como en
otros, que sus perpetradores estén condenados a un final desgraciado parece no
bastar para poner las cosas en su sitio. Las emociones se desbordan, en parte
por el temor a una oleada de sinrazón criminal.
Hasta se habla de restablecer la pena de muerte. La ira provocada por la
masacre amenaza con descargar sobre los inmigrantes en general, sobre el Islam,
sobre el multiculturalismo, más culpable que la miseria. Algunos descerebrados
vienen con el cuento de que el famoso choque de civilizaciones es un hecho y
que al menor descuido los “moros” llegarán a Toledo, y más lejos. De la
vesánica excepción se pasa directamente a la generalización.
Hay
que mantener la cabeza fría. Por un lado, se impone una defensa cerrada de la
libertad de expresión, acorde con nuestra espontánea solidaridad con los
dibujantes de “Charlie Hebdo”. Por el otro, parece aconsejable cierta prudencia
en su ejercicio en lo tocante a Mahoma. No por miedo, ni por ley, sino por mero
sentido común, pues en estos momentos no es nada inteligente, ni humanitario, provocar
a ciertos elementos de por sí sobrecalentados, hiriendo la sensibilidad de los
moderados. ¿Simplemente para darse un gusto de género dudoso? No procede, creo.
Esto ya lo pensaba yo antes de esta
masacre (lo que, por cierto, nunca ha reducido mi solidaridad con Salman
Rushdie).
Además,
se impone la necesidad de impedir que lo ocurrido se convierta en un pretexto
para recortar derechos y libertades en nombre de la seguridad. La tentación de
repetir en Europa la escalada que llevó a la Patriot Act debe ser rechazada de
plano, antes de que sea tarde.
A lo que me permitiré añadir algo más. No se puede ir por la vida
haciendo barbaridades, bombardeando países, creando monstruos bajo cuerda,
torturando y humillando sin propósito decente conocido, y pretender luego dar lecciones
de superioridad moral. Creo que la civilización occidental debe hacer un examen
de conciencia serio (de lo que no la creo capaz, la verdad).
La barbarie es muy
contagiosa, y no le veo la gracia a jugar con fuego, cosa que se empeñan en
hacer los aprendices de brujo de la geoestrategia, capaces de ignorar la
relación entre sus usos sangrientos y las reacciones criminales y demenciales
como la presente, un tema tabú por lo que parece. ¡Ojalá estuviésemos tan unidos
contra nuestra barbarie occidental como lo estamos para honrar a las víctimas y
lamentar lo sucedido!
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