jueves, 14 de mayo de 2015

A LOS 70 AÑOS DEL FIN DE LA II GUERRA MUNDIAL

    Los actos se han visto deslucidos por la imposibilidad de una celebración conjunta de la victoria sobre el nazismo. Así las cosas, con Europa  y Estados Unidos por un lado, y por el otro Rusia, más valía dejarse de celebraciones.
    Lo único que ha quedado claro es que vamos mal, como si se hubiese perdido la memoria y el significado de lo acontecido, lo que ya son ganas de tentar al diablo y de remeternos a traición en la lógica de la destrucción mutua asegurada. Es como si no se hubiera aprendido nada, nada bueno quiero decir…
   Es cierto que algo mejoraron las cosas en la resaca de la última hecatombe mundial, pero no es menos verdad que, tras un par de décadas y pico de prudencia, los amos del tinglado volvieron descaradamente a las andadas. Del capitalismo prudente, que algunos denominaron capitalismo con rostro humano, hemos pasado al capitalismo salvaje, empeñado en devolvernos a lo peor del siglo XIX. Y esto no por ignorancia, qué más quisiéramos, sino por calculada maldad.  Lo que rebaja la honra del bando victorioso o, al menos, el derecho de los herederos del triunfo a presumir de los hechos heroicos de sus mayores.
    Horror de horrores: en el núcleo ideológico del neoliberalismo vigente encontramos el mismo principio que catapultó a Hitler a la barbarie, a saber, el entendimiento de la vida como feroz combate encaminado a la supervivencia del más fuerte, principio extraído  de una lectura torticera  y sumamente burda de la teoría de la evolución. El mismito.
    No nos extrañe, pues, el curso de los acontecimientos,  porque en ello va implícita la santificación del poder económico y militar, entendido como la más alta expresión de la vida. El pez grande se come al chico y así debe ser. Esto lo pensaba Hitler y lo piensan ahora mismo los líderes y las hordas neoliberales.
    Incapaz de sobreponerse a la crisis derivada del avance científico y filosófico, la élite del poder cayó la locura de echarse en brazos de la naturaleza, y particularmente en sus aspectos más violentos, en busca de orientación moral. Como si  no fuese capaz de advertir que la naturaleza, por definición amoral, nada tiene que decir al respecto. Pero en esas estamos. El regreso del darwinismo social a primer plano tras dos décadas y pico en la reserva, es el dato número uno a tener en cuenta para entender lo que nos está pasando y para predecir lo que nos espera de seguir por este camino.
    Ya a mediados de los años setenta, el señor Nelson Rockefeller, tenido por persona liberal y progresista, quedó en evidencia como lo que era y dejó al descubierto la nueva orientación de la élite del poder. Según recogió el New York Post (13 de septiembre de 1975), Rockefeller osó afirmar que uno de grandes problemas es “la herencia judeocristiana de querer ayudar a los necesitados”.  ¡Pero qué incordio la compasión, menudo obstáculo para el libre juego de los tiburones! Han pasado cuarenta años desde entonces y es de temer que pronto se  sugiera la conveniencia de acorralar y suprimir a las bocas inútiles. De momento, ya se ha entrado en lamentaciones sobre el exceso de población. Esto cuando ya es considerado normal bombardear países y ciudades so pretexto de neutralizar a un solo hombre.
    Nunca está de más celebrar el final de una guerra, pero  mejor si se hace con las manos limpias, la conciencia esclarecida y el ánimo fraterno. Si Hitler hubiera ganado, la Alemania nazi se hubiera hecho con un imperio interior gigantesco y habría podido llevar a término su vasto programa de exterminio y esclavización. Perdió, afortunadamente, pero no deberíamos relajarnos como idiotas: se ha puesto en marcha un proyecto de dominación global sobre el mismo principio inmoral que hizo posible la locura nazi. Ya hay exterminados, ya hay deportados, ya hay desaparecidos, ya hay esclavos, ya hay ciudadanos de segunda y de tercera, ya hay pueblos que, por lo visto, no valen el suelo que pisan. Y ya hay millones de personas que moralmente hablando son de la misma hechura de Eichmann, inmersas en la banalidad del mal, esto es, trabajando para una burocracia criminal.
   La humanidad, es triste reconocerlo, no se ha liberado de las fuerzas antihumanas que se empeñan en arruinarle la vida. Ayer fueron nazis, hoy neoliberales. Que estos sean más sutiles y menos impacientes que los nazis a mí no me sirve de consuelo. Mientras las cosas sigan así, mientras no se tome al pie de la letra la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el derecho de celebrar aquella victoria de 1945 se debe dar por cautelarmente suspendido.

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