El
fallecimiento de Fidel Castro ha reavivado a sus admiradores y a sus
detractores, llamados a batirse por toda la eternidad. Al parecer, aspirar a la ecuanimidad es
tan difícil hoy como ayer. Difícil, entre otras cosas porque los lugares comunes de los
anticastristas, a poco que uno ceda al asco, transforman el castrismo, con todos sus defectos, en un
fenómeno resplandeciente, por comparación intachable.
Quizá no sea inoportuno recordar hoy el efecto que en su día tuvo la
revolución cubana en todo el
ámbito latinoamericano. El triunfo de Fidel Castro alimentó la peligrosa creencia
de que el éxito se podía repetir en otros países, allí donde minorías valerosas
se lanzaran a la acción. Era mucho suponer que otros Estados latinoamericanos
fueran tan frágiles como el regentado por Fulgencio Batista, pero pocos revolucionarios
se pararon a pensar en ello.
Tampoco se tomó en consideración que la potencia hegemónica
no se dejaría sorprender por segunda vez. Kennedy tomó las primeras medidas
encaminadas a la formación y consolidación de una especie de Internacional
Militar. Los ejércitos latinoamericanos se reorientaron hacia la “seguridad
interior”. En el nuevo encuadre, el trágico final del Che en Bolivia era
previsible.
No
obstante, viendo resistir a Fidel en Cuba, muchos creyeron que la apuesta
revolucionaria no estaba perdida. Es evidente que no se tuvo en cuenta la
correlación de fuerzas ni tampoco el grado de inhumana crueldad que formaba
parte del potencial represivo del poder establecido.
La opción revolucionaria basada
en la lucha armada produjo una fatídica división en el seno de las fuerzas
progresistas latinoamericanas. Los modos que la hacían posible, no menos que la
ideología marxista-leninista que los justificaba, no eran compatibles con el grueso de tales fuerzas, de signo
liberal, hechas a un vivir pacífico y, por muy desencantadas que estuvieran de
los usos democráticos de sus respectivos países, nada proclives a empuñar las
armas y a marchar como un solo hombre.
Esa
división tuvo consecuencias de largo alcance. Los progresistas de talante
liberal, políticamente funcionales en épocas de normalidad, se vieron
descalificados por las vanguardias revolucionarias, lo que no les salvó de llevarse
su parte de represión. Las fuerzas conservadoras y retrógradas se aprovecharon cumplidamente de la situación.
El recuerdo de tanto sufrimiento provoca una congoja imposible de describir
con palabras, sobre todo si se toma consideración la regla fatal de aquellos
tiempos: la existencia de focos
revolucionarios sirvió de pretexto para doblegar a los pueblos y, seguidamente,
para imponerles crecientes raciones de capitalismo salvaje.
Como en
el caso de la Revolución Francesa y de la propia Revolución rusa, se plantea la
cuestión de qué rumbo habría podido tomar la Revolución Cubana en ausencia de
un acoso tan feroz como el que padeció desde el principio. Es un tema de sumo
interés, algo melancólico y puramente especulativo. En todo caso, pase lo que
pase tras la muerte de Fidel Castro, su revolución pasará a la historia como
una excepción, como algo de lo que se puede aprender, pero no copiar.
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