Vale la
pena leer la epístola de Pablo Iglesias. Queda uno advertido acerca de lo que
se propone: liquidar el llamado Régimen del 78 y sustituirlo por una República. Ya familiarizados con estos decires y con la praxis correspondiente
a raíz del caso catalán, la carta
no se puede tomar a la ligera.
El
adversario a batir es el “bloque monárquico” (PP, PSOE y Ciudadanos, tipificado
este como “de extrema derecha” [sic!]) . Iglesias nos hace saber que dicho bloque
anda metido en una “conjura monárquica para superar, mediante una restauración
conservadora y centralista, la crisis española”. Tremenda afirmación. Según el
párrafo que uno esté leyendo, el bloque es poderosísimo o algo podrido a la
espera del empujoncito que lo mande a la cuneta de la historia.
Pablo
Iglesias afirma que hay solo una oposición, la que representa Podemos. Dice que
el hecho de que no fuese a la recepción palaciega del 12 de Octubre así lo
demuestra… Un gesto vale más que mil palabras. Los que fueron a la recepción y
el que se negó, los conjurados y el puro, el desafiante (el líder que se llena la boca con la
palabra diálogo pero que no quiere representarnos en el palacio cuya entrada le
ha sido habilitada con nuestros votos).
Escribe Iglesias a modo de conclusión: “El espíritu constituyente del
15M debe impulsar la nueva España a la que aspiramos; social, republicana y
plurinacional”.
En
primer lugar, yo no sé si el señor Iglesias puede arrogarse tan frescamente la representación del
15M en base a semejante guión. Lo
dudo. Y por otra parte, ¿dónde está escrito que con los mimbres disponibles sea
hacedera una República sostenible
y feliz –mejor que lo que ya hay?
A mi juicio, una República traída
por los pelos sería una desgracia para España y también para la causa
republicana. La visión de Iglesias como Puigdemont bis no tiene ninguna gracia,
pero por ahí van los tiros. Por lo que nada tiene de extraño que el PSOE,
felipista o sanchista, no pueda ir con él a ninguna parte. De donde resulta un
gran favor a Mariano Rajoy.
Iglesias,
el solito, se ha sindicado como antisistema número uno, ciego a la correlación
de fuerzas, con olvido de los decires sobre la transversalidad, desdeñando la
ventaja moral de operar desde la Constitución en favor de quienes no nos
sentimos representados. Increíble pero cierto. El establishment, feliz, por dos motivos: Iglesias asume estúpidamente
el papel que este le había adjudicado, yendo de populista, antisistema y demás,
y se mete en un nicho electoral condenado a la irrelevancia.
Pone
Iglesias el acento en su “nueva España plurinacional”. Como vivimos en el
Estado de las autonomías y no bajo el franquismo, como aquí nadie puede
sentirse como los angoleños bajo la dominación de los portugueses, se pregunta
uno por el significado y los alcances de la expresión.
Traída a
colación en un contexto emocional marcado por el independentismo catalán, “plurinacional”
adquiere unas connotaciones apropiadas para el lanzamiento de un ataque contra lo
que Iglesias entiende por “centralismo borbónico”, contra la derecha en general
y, por supuesto, contra la Constitución del 78.
Me
pregunto a quién diablos se dirige Iglesias. Al parecer, a una capilla, quizá a quienes por jóvenes o por
ignorantes pueden disfrutar con semejante pastiche, pero no creo que a sus
cinco millones de votantes, muchos de los cuales podrían volver al PSOE a toda
prisa, puestos en fuga por el plan y por la maniquea interpretación de la
historia subyacente.
En plan
teórico se puede dar vueltas al concepto de nación todo lo que se quiera e
incluso ver naciones por todas partes, dentro de las que ya hay, no coincidentes
con ninguna frontera, pero,
¿cuánta gente anda con esa obsesión? Por regla general, identificamos nuestra
nación con España y la consideramos única. No seamos hipócritas: Nos cuesta
horrores comprender a las pintorescas minorías que pugnan por la consideración
de ser naciones soberanas dentro del solar patrio. Y esto no obedece a un simple
tic de derechas como parece creer Iglesias, sino a la historia que tenemos a
nuestras espaldas, a la experiencia de cada día y a la saludable reverberación de sentimientos universalistas
de corte ilustrado.
Entiendo,
cómo no, el amor al terruño, pero no entiendo a santo de qué se le ocurre a
Iglesias excitar las fibras nacionalistas de unos y de otros precisamente
ahora. Su propuesta apunta a una repetición, a lo grande, del famoso “café para
todos”. Y como esto ocurre en el contexto del drama catalán, no se le ve el
mismo propósito constructivo que tuvo antaño. Hasta puede uno sospechar una
utilización oportunista del independentismo catalán como buldózer contra del
Régimen del 78.
Lo
triste del caso es que al poner el acento en las supuestas ventajas del
impreciso modelo plurinacional, que en ninguna parte está escrito que satisfaga
las exigencias de un independista radical, Iglesias desperdicia la posibilidad
de hacer valer el nacionalismo español
–el que entiende cualquier hijo de vecino y que sería necio confiar a la derecha–
donde verdaderamente se le reclama: en la inteligente y pragmática oposición de
la horda neoliberal. Según tengo observado, esta horda disfruta enormemente
tanto con la división y hasta con la partición salvaje de países como también,
aunque parezca contradictorio, con los subidones nacionalistas de corte
irracional. Sería imperdonable hacerle el juego con unas indigestas pócimas
plurinacionalistas en función de la clientela.
Iglesias
presenta su República ideal como social (eso sí, en el extravagante sobreentendido
de que las Repúblicas son necesariamente sociales y las monarquías
necesariamente antisociales). Lo que
importa es lo social, estoy de acuerdo, por descontado. Sin embargo, no me parece
admisible utilizar lo social para dar sentido a cualquier desvarío y para
demorar los asuntos sociales que no pueden esperar por el procedimiento de
acumular deberes revolucionarios de imposible cumplimiento. Esta es una forma
de irse por la tangente.
La carta
de Iglesias deja entrever una desmesura
de pésimo pronóstico. Olvida que en este país nada sensato y decente es posible
si se tiene la pretensión de copar todo el espacio político, en plan adánico. Aquí no es nada
saludable andar buscando camorra, empujando a alineaciones maniqueas, aspirando
a que los oponentes desaparezcan como por ensalmo, porque no desaparecerán y
hasta podrían volverse locos. Como para llegar a la República plurinacional
habría que entrar en un proceso constituyente en toda la regla, la cosa da
hasta miedo.
Parece
que hay gente que ignora que en este país hay herederos del franquismo y del
republicanismo, no necesariamente por libre elección, afortunadamente
apaciguados y en buenas o aceptables relaciones gracias a las concesiones a la
vez pragmáticas y heroicas que unos y otros se hicieron hace cuatro décadas.
Yo, la verdad, no tengo ninguna gana de verme empujado a las coordenadas de los
años treinta. ¿Encerrado en el campo de batalla donde peleaban republicanos y
monárquicos con las consecuencias por todos conocidas y padecidas? No y mil
veces no. Si para resolver los problemas sociales que nos acucian hay que volver
tan atrás, estamos perdidos, señor Iglesias, y algo me dice que la mayor parte
de los españoles no está de humor para semejante retroceso.
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