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miércoles, 3 de diciembre de 2014

GLOBALIZACIÓN Y DESNACIONALIZACIÓN

     En 1947 Harry Truman declaró que el sistema capitalista norteamericano solo podría mantenerse en el tiempo y evitar las repeticiones del  crack de 29 si se hacía mundial; era prioritario, dijo, poner coto a los impulsos nacionalistas, un obstáculo para ese plan y, por lo tanto, “una amenaza para la paz” (la amenaza era, en realidad, la suya). Lo que llamamos “globalización” viene de más atrás, del siglo XIX, pero las palabras de Truman fueron su consagración como proyecto a largo plazo de la potencia hegemónica.
     Dicho y hecho. Estados Unidos aplastó todos los brotes de nacionalismo económico, todos los intentos de anteponer los intereses de los pueblos a los intereses transnacionales. Recuérdese de qué manera fueron derribados el guatemalteco Arbenz, el iraní Mossadeg, el indonesio Sukarno y el brasileño Goulart. Recuérdese el asesinato de Lumumba. El argentino Illia fue depuesto por los militares en cuanto se vio su intención de poner límites a los empresarios del petróleo. Estas cosas ocurrían en el Tercer Mundo, lejos de la conciencia del Primero, durante los “fabulosos años” que siguieron al fin de la guerra mundial. La destrucción de Salvador Allende data del fin de ese período (1973). Luego vendrían los “accidentes” de aviación de  Jaime Roldós y Omar Torrijos. Horrores lejanos desde la óptica de las clases bienpensantes. Pero ya le llegaría la hora a Europa. El democristiano Aldo Moro  fue asesinado antes de que pudiese hacer efectivo un entendimiento con los comunistas. La caída de Gorbachov y su sustitución por Yeltsin, peón del neoliberalismo, estaba cantada.
     En definitiva, los líderes que intentaron anteponer los intereses de sus respectivos pueblos a los intereses de la potencia hegemónica y de las élites locales a ella asociadas  siempre acabaron mal. En cambio, los peones favorables gozaron de apoyo mediático, económico y militar sin límites, incluso cuando recurrieron al terrorismo de Estado puro y duro (Suharto, Pinochet, etc.). Por ser poco condescendientes con los intereses de la potencia hegemónica, Milosevic, Sadam Hussein y Gadaffi  fueron  objeto, ellos y sus pueblos, de “bombardeos humanitarios”, ya sabemos con qué resultados. Todo ello según el mismo guión.
     Lo de ahora es una continuación, a lo grande, sin rebozo ni máscara.  Pero sospecho que Truman se quedaría perplejo ante el curso de los acontecimientos. Él hablaba de Estados Unidos en primera persona, y no creo que imaginase que la desnacionalización que imponía a los demás como plato único llegaría a imponerse, neoliberalismo mediante y a la chita callando, a su propio país, donde ya hay gente que no se puede pagar ni el agua.
    Todavía vemos a Estados Unidos como gran protagonista de la historia, sin advertir que sus verdaderos protagonistas desprecian los intereses del pueblo norteamericano. Este pueblo es uno más entre los pueblos caídos en las manos de las empresas transnacionales, los especuladores y los banqueros. Ya decía Marx que el dinero no tiene nacionalidad. Los norteamericanos de a pie lo están experimentado en sus propias carnes.
    Cualquiera que se devane los sesos con la política exterior norteamericana de las últimas décadas se ve en la necesidad de reconocer que no hay manera de entenderla si se prescinde de esas fuerzas privadas, desprovistas del menor compromiso social. Si el complejo militar industrial científico quiere guerra, habrá guerra, a crédito, a costa de las buenas gentes. La comida de los soldados y la limpieza de las letrinas se privatizan, como las cárceles. ¡Adelante con los faroles! Si unos banqueros sin escrúpulos han vendido basura, se los rescata y luego se les confían los resortes económicos del país.
     Truman podía pensar que su agenda serviría a los intereses del pueblo norteamericano,  receptor de la riqueza planetaria, pero los hechos han demostrado su error de cálculo. La clase media norteamericana, la gran obra de ingeniería social de los años de la posguerra, ya ha sido destruida. Los salarios han caído, la desigualdad se ha disparado, el Estado federal ha sido esclavizado por unos mafiosos.
    Ahora les ha toca morder el polvo a los diversos nacionalismos europeos, cuyas elites están entregadas al servicio de esas fuerzas transnacionales.
     Nadie habría imaginado que tras “el milagro alemán” millones de alemanes fuesen a caer en la precariedad, como así ha ocurrido ante nuestros ojos a cámara lenta pero en pocos años. De los británicos ya se ocuparon la señora Thatcher y el señor Blair. La  Unión Europea es a estas alturas un engendro de ocupación al servicio de la élite transnacional. En España, la democracia, tardíamente conseguida, pasará a la historia como una concesión política para ocultar la mano de una desnacionalización sin precedentes, digna de un país tercermundista de los más tirados.
   En el mundo resultante ni los norteamericanos ni los europeos, sean alemanes, italianos, griegos, franceses o españoles, valen en cuanto tales para sus gobernantes, salvo como sujetos de masiva explotación o de maltusiana  exclusión. Al mismo tiempo, toda la artillería mediática bate con furia contra la sola idea de nacionalismo, para lo cual se echa mano de los malos recuerdos de las viejas guerras patrióticas, con tal estruendo que no deja oír la menor crítica contra esta manera de entender la globalización, publicitada cínicamente como una protección contra tales guerras, ya que no contra las que ahora se libran por el petróleo y los intereses privados.
    Si no pasas por el aro, te reventaremos; si pasas con una sonrisa y trabajas "en la dirección del capitalismo salvaje”, te untaremos. Así se acabó simultáneamente con la socialdemocracia y su variante democristiana, así se redujo a los sindicatos a una caricatura de sí mismos, así se redujo a marionetas a varias generaciones de políticos y de jefes de Estado. Y vamos, no se le podía pedir al señor Felipe González que fuese de la madera de Palme o de Allende..., tampoco a Venizelos u Hollande.
    Ni se te ocurra sacar a relucir los principios internacionalistas de la Ilustración ni la Declaración Universal de los Derechos Humanos, indispensables para una globalización digna de tal nombre, incompatibles con esta forma de rapiña. Se pide de ti que celebres la desigualdad, que revuelvas el caldero de lo particular, de lo étnico, de lo religioso; se pide de ti que repitas  los mantras neoliberales, vengan o no a cuento, se te pide que sacrifiques todos los valores humanitarios en el altar del dinero apátrida.
    Aquí el problema no es si los españoles o los griegos van a soportar más recortes, todos ellos de intenciones pésimas. ¿Los va a soportar la humanidad? Esta es la gran pregunta, seguida de la pregunta acerca de qué son capaces de hacer con la pobre humanidad los que nos han conducido este callejón sin salida. A juzgar por estos, la civilización está acabada, putrefacta. A juzgar por las buenas gentes, no.