El sistema se apresta a entronizar a su
hijo a la mayor brevedad, sobre el principio de que aquí no ha sucedido nada
irreparable salvo el desgaste propio de la edad. Sobre el papel parece
sencillo, en la práctica ya veremos.
La
historia acelera sin contemplaciones y ya estamos otra vez divididos entre
monárquicos y republicanos, en un clima emocional más tempestuoso de lo que nos
conviene a juzgar por la potencia de las fuerzas brutalmente hostiles al
bienestar de los españoles. En fin, hay que dar por hecho que el principio
monárquico va a tener que vérselas con el principio republicano y que saltarán
muchas chispas por el camino.
Ya
se habla del “régimen de 1978” en términos de repugnancia. Esto quiere decir
que la herencia de la Transición ha sido dilapidada. Me resulta amargo porque
tengo muy presentes no sólo sus deficiencias sino también y principalmente sus
méritos históricos. Si esas deficiencias tenían solución, el problema derivado
de su agravamiento, que ahora nos ha estallado en la cara, promete ser muy duro
de roer y de padecer. Roto un consenso mayoritario es muy difícil llegar a
otro. ¿Cuánto serían hoy capaces de ceder estos, los otros y los de más allá
para sentar las bases de una convivencia constructiva? ¿Tiene alguien
noticia de una monarquía que se haya mantenido en el tiempo sobre la base de
servir de instrumento a una minoría rapaz? Yo no. La historia es muy elocuente al respecto.