He tenido ocasión de asistir a un
interesante intercambio de opiniones sobre las dos privatizaciones que se
preparan, la de AENA y la del Canal Isabel II, organizado por el Club de los
Debates Urbanos en el Círculo de Bellas Artes. Como es sabido, iniciada la jugada en tiempos de Felipe
González, es poco lo que queda por privatizar. La mayor parte de las joyas de la abuela ya ha sido
vendida al mejor postor, a mayor
gloria del capitalismo salvaje y de los ingresos rápidos.
Ahora
les toca el turno a los aeropuertos y al agua, hasta hoy en manos del Estado,
que, según se dijo, no lo ha hecho nada mal. Nuestros aeropuertos figuran entre los mejores del mundo y
destacan por los bajos precios ; el agua del Canal
Isabel II se considera de primerísima calidad y, además, es barata. ¿Qué ventajas ofrece la privatización? ¡Ninguna! Ni el director de AENA, en un tono
tecnocrático, ni el consejero del Canal, en un tono simpaticón lindante con la grosería, partidarios ambos del nuevo modelo, fueron capaces de decir nada serio
en defensa de sus tesis. La razón quedó, claramente, del lado de quienes se oponen al gentil traspaso de bienes públicos a los tiburones de las finanzas.
Los partidarios de privatizar tienen ahora la desventaja de que el buen
público ya sabe en qué terminan las promesas neoliberales; sin embargo, y me
llamó mucho la atención, siguen apelando a la fe. Están seguros de que se saldrán con la suya y se les nota. El problema es que los platos rotos los pagaremos nosotros.