Ha
fallecido Carlos París (1925-2014), mi querido maestro, y me he quedado
pensando en todas las cosas buenas que le debo, incluido el ejemplo inimitable
de su filosófica manera de envejecer, tan fructífera, e incluso tan prometedora
(pues este hombre iba a más).
Lo
primero que le debo es su departamento
de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. Me parece una hazaña que
fuese capaz de crearlo en aquellos tiempos tan oscuros, tan franquistas. Era
una completa y espléndida anomalía.
Recuerdo
como si fuera ayer el día en que Dionisio Ridruejo me convenció de que siguiera
estudiando mi carrera, de que era una estupidez por mi parte despreciarla por
el fastidio que me producían los dos años “de comunes”. Un poco de paciencia,
me dijo, y podrás disfrutar de un departamento de Filosofía que parece hecho a tu
medida. El tiempo le dio la razón a Ridruejo. ¡Menos mal que perseveré! Cuanto
más viejo me hago, más agradezco, con mayor conocimiento de causa, el
privilegio de haber estudiado en ese
departamento.
Carlos
París había congregado un extraordinario elenco de profesores, todos
estimulantes, todos ajenos a la somnolencia de los dogmas que regían en otros
espacios universitarios, personas que, de no haber conocido en su salsa, hubiera
considerado no posibles en aquellos tiempos. París encontró a su gente y ella a
él, para gran disgusto del poder establecido. Allí estaban, entre otros,
mis inolvidables Alfredo Deaño,
Ubaldo Martínez Veiga, Tomás Pollán, Julio Bayón, Diego Núñez, Pedro Ribas, Antonio
Ferraz, Santiago González Noriega y Fernando Savater. Haya sido yo un buen o un
mal alumno, seguro estoy de que de no mediar estos profesores mi configuración
intelectual sería otra, mucho más pobre.
En
segundo lugar, le debo a Carlos París su defensa de los alumnos nocturnos,
amenazados de extinción un año tras otro. De modo que llegué al final de mi
carrera gracias a él, gracias a su firme oposición a lo que se entiende por una
universidad clasista. En tercer lugar, le debo que viniese a darnos clases
aunque sólo fuéramos dos. “Venga ya”, me decían los incrédulos, “¿dónde se ha
visto que un catedrático se tome tales molestias?” Él se las tomaba, desde
luego, y aquellas clases eran una gozada. Cuando el indocto y retrógrado rector
Julio Rodríguez nos cayó encima, las clases continuaron, en su
casa.
En cuarto lugar, tengo que agradecerle su amplitud de miras. Si alguna
vez me sentí atrapado en el laberinto de Carnap, fue para que él me lanzase a
las aguas purificadoras de Feyerabend. Su capacidad para presentar con placer a
pensadores opuestos, para valorar con deleite las aportaciones de los grandes y
de los pequeños, era de lo más instructiva y liberadora. Le debo a Mach, pero
también a Meyerson.
Como no le gustaba repetirse, se
lanzaba a nuevas aventuras, y uno llegaba a sentirse copartícipe de sus
andanzas y descubrimientos. De hecho, formaba parte de su magisterio la
invitación a participar. Sabía escuchar y respetaba los conatos reflexivos de
sus alumnos, con paciencia, sin abrumarlos con su tremenda erudición, con una simpatía
muy suya.
Me
abrió los horizontes de la Filosofía de la Ciencia y de la Filosofía de la
Técnica, y además me invitó a acompañarle por los caminos de Ulises y don
Quijote. Todo ello con su elegante combinación de rigor e improvisación,
siempre muy por encima de lo que se entiende por letra muerta.
Considero
que su replanteamiento de la antropología filosófica figura entre sus grandes
aportaciones. En esta rama del saber, tan penosamente descuidada, hacía falta
un Carlos París, no me cabe duda, siendo sus aportaciones tanto más vigentes y
urgentes cuanto mayor es el oscurantismo que nos ronda en lo tocante a nosotros
mismos. Siempre habrá que volver a su libro El
animal cultural.
Cuando
yo reaparecí en la universidad con ánimo de hacer mi doctorado, aceptó de buen
grado la dirección de mi tesis sobre Nietzsche, aunque este no fuera santo de
su devoción. Y esto, claro, le honra en mi recuerdo.
Añadiré que era el
único comunista no dogmático que he conocido, el comunista-humanista posible,
es decir, el verdaderamente necesario. Que fuese capaz de ir desde las
coordenadas del franquismo en que fue educado hacia el lado contrario, su lado,
esto es, de ir de derecha a izquierda, justo lo contrario de lo que se acostumbra,
arrostrando por ello toda clase de incomodidades, como el hecho de que fuese
tan realista y tan utópico a la vez, he aquí elementos que forman parte de su legado
intelectual y moral, su marca filosófica, pues en su caso la teoría y la praxis
no iban por separado. Aunque me quedan sus enseñanzas y sus libros, sé que le
echaré muchísimo de menos. Descanse en paz mi buen profesor.