Se ha impuesto el uso de la palabra “casta” para designar a la clase que
monopoliza los resortes del poder en beneficio propio. Casta: los de arriba, el
famoso 1% y sus peones de brega y cómplices necesarios.
Se calcula que el 20% de la
población pertenece a la clase satisfecha y se da por supuesto que milita a favor de la casta,
indiferente al destino del 80%. A veces, suena como si ese 20% fuera casta todo
él, otras veces la palabra designa
únicamente a los responsables directos del atropello que estamos sufriendo,
matiz explícito en la expresión “casta extractiva”.
Se prescinde
metódicamente de palabras que recuerden la lucha de clases. “Interclasista”
está fuera de uso. La palabra oligarquía se emplea de uvas a peras, como
condimento culto y puede sonar como un arcaísmo, como establishment, como “élite del poder”… Es curioso, pero muy típico
de nuestro tiempo, si tenemos en cuenta que ya no se habla de capitalismo sino
de “economía de mercado”, con idéntico afán de halagar a los oídos poco
avisados, de no alarmar.
Se plantea, pues, una lucha entre
los de la casta y los que no pertenecen a ella, quedando en segundo plano
confrontación entre ricos y pobres, capitalistas y trabajadores, poseedores y desposeídos.
En primer plano figura la pugna entre la gente y sus representantes políticos
asociados a la casta, considerados ilegítimos por sus hechos, por su desprecio del
bien común.
Con la palabra
casta se pueden eludir los fantasmas que podrían asustar, y así replantear las
cosas en términos de una sencilla confrontación democrática, de la que tendrá
que derivarse, en teoría, una victoria abrumadora del 80% de la población sobre
el 20% que se le ha subido a la chepa. Esto si se lograse movilizar a la gente,
también a los que no saben si son de izquierdas o de derechas, si son burgueses
o proletarios, a toda la gente que no necesariamente va a asumir la condición
de pobre aunque lo sea pero que reconoce su no pertenencia a la casta y el asco
que le produce. Ni falta hace decir que con la palabra casta se apela a la
conciencia de quienes hasta la fecha han confiado en los dos partidos
hegemónicos, mostrándoles su emplazamiento en el campo de batalla político. Sobre
la casta se concentra, pues, el
enorme resentimiento acumulado, con el correspondiente aprovechamiento de los
beneficios de tener un enemigo,
una necesidad imperativa (Karl
Schmitt) si se aspira a unir voluntades.
Yo utilizo la palabra casta
porque está en el aire, pero la verdad es que no me satisface ni en
el plano teórico ni en el práctico.
Por su propia vaguedad invita a personalizar a capricho y, por lo tanto,
a alimentar tendencias incompatibles con una sociedad plural. Ya hay gente
devolviendo el golpe, diciéndonos que
Pablo Iglesias pertenece a la casta desde el punto y hora en que recibe una remuneración decente y se desplaza
en avión. Por este camino se llega a condenar como apestado al propietario de
una vaca. En realidad, cualquiera puede ser acusado de connivencia con los
intereses de la casta, lo que no deja recordarnos los tiempos en que no tener
las manos encallecidas podía costarle a uno la vida en un lado, en tanto que
del otro los callos podían conducir directamente al paredón. Creo que lo mejor
es curarse en salud y no dar pábulo a esas primitivas formas de enemistad que
acaban necesariamente mal. No pretendo proscribir la palabra casta, que tiene
vida propia. Pero me parece recomendable que nos andemos con cuidado.
Nos
encontramos ante un asunto de poder y en grave desventaja. Sería un error
estigmatizar mecánicamente a quienes han ejercido o ejercen algún poder, grande
o pequeño, esto es, ponerlos a la defensiva, en situación de apoyar a la
minoría depredadora propiamente dicha, lo que podría ocurrir por miedo. Para alterar
el curso de los acontecimientos en sentido positivo y no traumático, hace falta
(la historia lo enseña) el apoyo
de mucha gente que de un modo u otro participa del poder. No nos quepa duda de
que en la esfera del poder (en los
partidos, en el parlamento, en la judicatura, en las fuerzas de seguridad, en
los distintos ministerios, en la Iglesia, y en la propia banca) hay gente que
se lleva las manos a la cabeza por
lo que está pasando, al menos en la intimidad. Y esa gente también hace falta
para impulsar el cambio o, al menos, para que no se oponga de puro miedo a lo
desconocido.
Por este motivo opino que conviene poner el acento en la “casta
extractiva”, en la “casta depredadora”, en lugar de generalizar. También creo
que el grueso de la artillería
debe apuntar a la Bestia neoliberal, el verdadero enemigo a batir en España, en
Europa y en el mundo, no a un grupo humano impreciso. Debe apuntar a la
mentalidad que la hace posible, y desde luego que también a la filosofía de
pacotilla que le sirve de basamento.
El
cambio que anhelamos las personas indignadas pasa por una modificación de la
escala de valores y de los usos y costumbres que la revolución de los muy ricos
ha impuesto metódicamente a lo largo de tres décadas. Como es sabido, los promotores
de esa revolución (o mejor dicho, contrarrevolución) se tomaron totalmente en
serio la “batalla de las ideas” tan cara al pensamiento de Gramsci. Y la
ganaron, aprovechándose del desconcierto de sus oponentes, que no imaginaron
que tanto Gramsci como el propio Trotski pudieran ser usados desde el poder por
unos intelectuales de tres al cuarto, ávidos de dinero, unos auténticos
felones.
Se trata, pues, como siempre, de ganar la batalla de las ideas.
Designar cabezas de turco o condenar clases enteras es más fácil, pero más vale
no tomar ese atajo. El momento,
además, es especialmente propicio a una acción intelectual radicalísima contra
la Bestia. Porque los crímenes y desafueros que le son propios están ya a la
vista de todos, también a la de quienes no la vieron venir y la celebraron, tanto
en España como en el mundo.
No hace falta ser ningún genio para saber que en manos de la Bestia neoliberal ni la humanidad ni el planeta tienen salvación. Pero no basta la indignación. Hay que pensar, hay que ofrecer una alternativa creíble y sensata. Recuérdese el deleite de la señora Thatcher al deletrear el principio de que no hay alternativa. Las alternativas increíbles o insensatas, entre las que figuran las apuestas a cara o cruz, solo podrían servir para darle la razón a esa bruja victoriana. Y además, aquí se trata de cambiar a unos ladrones por otros, de sustituir a unos mafiosos por otros. Se trata de cambiar la mentalidad y de filosofía, de dejar a la Bestia sin aire, sin peones y sin honor.
No hace falta ser ningún genio para saber que en manos de la Bestia neoliberal ni la humanidad ni el planeta tienen salvación. Pero no basta la indignación. Hay que pensar, hay que ofrecer una alternativa creíble y sensata. Recuérdese el deleite de la señora Thatcher al deletrear el principio de que no hay alternativa. Las alternativas increíbles o insensatas, entre las que figuran las apuestas a cara o cruz, solo podrían servir para darle la razón a esa bruja victoriana. Y además, aquí se trata de cambiar a unos ladrones por otros, de sustituir a unos mafiosos por otros. Se trata de cambiar la mentalidad y de filosofía, de dejar a la Bestia sin aire, sin peones y sin honor.