Según se mire, esta crisis que no
cesa es una estafa, una farsa, un crimen… o un triunfo. Asistimos, en efecto,
al triunfo de la revolución de los muy ricos, iniciada arteramente a principios
de los años setenta, cuando una élite canallesca decidió acabar, propaganda
mediante, con el consenso que siguió a la hecatombe de la Segunda Guerra
Mundial. No estamos ante un simple
golpe de mano de “los mercados”. Presenciamos una operación compleja, de
ingeniería social, de largo alcance, desarrollada en varios frentes a la vez. En el campo de la educación, por ejemplo, la jugada ha sido tan ambiciosa como
destructiva. Habría que ser ciego para no ver, detrás de las rebajas y los recortes, que afectan a los profesores, a los alumnos y a los edificios, algo más que un simple asunto de números.
El pavor que llegó a inspirar a la citada
elite la generalización de los bienes asociados a la educación, algo que la humanidad
debía al proyecto ilustrado, provocó un poderoso y metódico trabajo en sentido
antiilustrado. Tan es así que los alumnos norteamericanos empiezan a revolverse contra el hecho de que se les sirva, como plato único, el neoliberalismo, lo que nos recuerda que por ese camino antiilustrado se llega a monstruosidades que dejan pequeño el caso Lishenko.
El primer indicio de que no se iba a seguir trabajando por el bienestar
de la humanidad se tuvo cuando el presidente Nixon vetó los fondos destinados
al programa Head Start diseñado para elevar el nivel de los niños de los
hogares pobres. El veto se vio acompañado y seguido de sesudas apelaciones a la
genética, pues siempre ha sido cómodo descargar en la herencia las
desigualdades sociales.
Nadie puede llamarse a engaño a estas alturas. Los promotores de la revolución de los muy ricos pretenden restablecer
una sociedad jerárquica, para lo que es preciso dar todas las ventajas a la
elite. De ahí que se dejase morir
la educación pública, de ahí que se la denigrase, de ahí que se apoyase a la
enseñanza privada.
La enseñanza superior fue apuñalada y las cátedras asaltadas por
profesores afines a la causa del capitalismo salvaje. Nunca más volverían a ser las
universidades públicas una molestia para el poder establecido. Se quedaron en
los huesos, obligadas a obedecer a directivos no universitarios, nada
comprometidos con el saber y muy devotos de los intereses empresariales. El Plan Bolonia procede de la misma
matriz.
Las tasas universitarias iniciaron una escalada brutal. La cuantía de
las becas se redujo drásticamente. La posibilidad de que el hijo de un obrero
de Detroit llegue a médico se redujo a cero en unos pocos años. Alguien tuvo
la siniestra idea, a tono con los
nuevos tiempos, de que los estudiantes carentes de apoyo familiar recibieran
créditos bancarios, a devolver en el futuro… De forma que nadie pensase en
estudiar nada que no sea rentable, de forma de tener bien atado al sujeto.
¿Y qué ha pasado? Pues que los licenciados norteamericanos han
generado, involuntariamente, otra burbuja, cayendo de lleno en los horrores de
la morosidad. Ser perseguido por impago no es un destino agradable para ningún
ser humano. Y he aquí que la deuda de los estudiantes norteamericanos asciende
en estos momentos a 780.000 millones de euros. A los usureros se les ha ido la mano y los perseguidos serán
muchos, con graves daños humanos e intelectuales.
Lo que no me entra en la cabeza: ¿cómo es posible que aquí el modelo
americano tenga tantos admiradores incondicionales, empezando por el señor
Rosell? ¡A estas alturas!
Como si
alguien pudiera ignorar que sólo un 24 por ciento de los norteamericanos sabe
hacer uso de un ordenador, como si en aquel país no hubiera millones de
analfabetos funcionales, categoría en la que ya se encuentra el 50 por ciento
de la población. Mi conclusión:
esa admiración no tiene nada que ver con la verdad ni con los genuinos intereses
del país y de sus gentes, por lo que es, en sí misma, repugnante. Conduce al analfabetismo funcional, a la
ruina de la autonomía universitaria. Lo que se desea precisamente. Así nos quieren devolver una sociedad clasista, medieval, en la que el conocimiento esté
desigualmente repartido, y cuya implementación
es, encima, un gran negocio. La
barbarie antiilustrada de nuestro tiempo carece de límites.