Asistimos a una formidable campaña en favor del relanzamiento de la energía nuclear. Se trata, nos dicen, de la única solución a nuestro inquietante problema energético. Y no por casualidad, en gentil coincidencia con la señora Ana de Palacio, nuestra ex ministra de Relaciones Exteriores devenida en asistenta del muy tétrico señor Wolfowitz, Felipe González se ha sumado a esta campaña con aires de buhonero mayor, ya del brazo del señor Berlusconi. Del nucleares no, nos vemos compelidos a pasar al nucleares sí.
No sin arrogancia y pillería, se propala la especie de que la energía atómica es una energía “limpia” y “natural”. Se da a entender que es “inagotable”, que las centrales de “última generación” son segurísimas y que, por lo tanto, los detractores de semejante maravilla somos unos mentecatos.
Gentes hasta ayer mismo hostiles a las centrales nucleares se van rindiendo en las tertulias y en las redacciones de los periódicos ante lo que parece una marea de sentido común. Lo que no tiene nada de sorprendente: detrás de los rapsodas de lo nuclear operan los gigantes del sector, unas transnacionales poderosísimas, encabezadas por la Westinghouse y la General Electric, cuya capacidad de influir sobre la opinión pública es sobradamente conocida.
No soy un tecnófobo, y precisamente porque no lo soy no se me puede pedir que tome en serio la propuesta nuclear por una mera campaña de marketing. Tengo en cuenta, en primer lugar, que la construcción de nuevas centrales, si bien será muy lucrativa para los gigantes del sector, le saldrá carísima al pobre contribuyente.
Y tengo en cuenta que nada se ha dicho sobre la poquedad de las reservas de uranio, ni tampoco sobre el temible poder contaminante de la minería y el procesado del mineral, con el correspondiente resultado de mineros enfermos y muertos, y con el inevitable envenenamiento de aires, tierras y de acuíferos.
Tengo en cuenta que el problema de los residuos radiactivos sigue siendo el mismo de siempre, con un potencial destructivo incalculable. Tengo en cuenta que las centrales nucleares tienen una vida limitada y que las de “última generación” son estupendas sólo sobre el papel. Y no he olvidado la catástrofe de Chernobil, el accidente de Three Mile Island ni el susto de la central de Tokiomura, ni tampoco el intolerable secretismo antidemocrático que rodea este tipo de asuntos.
No se me puede pedir que aplauda en ausencia de garantías. El comité alemán de sabios que se pronunció contra el relanzamiento de la energía atómica se expresó con rigor, no así sus partidarios, siempre dados al optimismo y al voluntarismo, incompatibles con la seriedad del asunto. Y por último, ¿a quién le parece moralmente aceptable que las próximas cincuenta y cinco mil generaciones se tengan que hacer cargo de nuestras inmundicias radiactivas, en su condición de víctimas de nuestra incontinencia económica y energética? No se me puede exigir que me convierta en cómplice pasivo de semejante monstruosidad.