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viernes, 14 de octubre de 2022

JOHN F. KENNEDY, JOE BIDEN Y EL ARMAGEDÓN

 

     En Nueva Jersey, ante el Comité Nacional de su partido,  el presidente Biden ha admitido que “por primera vez desde la crisis de los misiles en Cuba (1962) tenemos la amenaza de un arma nuclear si, de hecho, las cosas continúan por el camino que van”. 

     Seguidamente, dio como posible el temido Armagedón en vista de que Putin, un “tipo” al que dice conocer bien, “no está bromeando cuando habla sobre el uso potencial de armas nucleares”. Los malos resultados de los rusos en el campo de batalla  acentúan el  peligro…  reconoció,  para luego afirmar que es imposible que Putin recurra a un arma nuclear táctica sin  desencadenar el Armagedón. Se deduce que Biden está decidido a dar una respuesta devastadora, es decir, a desencadenar el Armagedón en caso de que Rusia haga uso de una de esas armas. En consecuencia,  el destino del pueblo norteamericano –y de la humanidad– depende de lo que haga Putin…

         ¿Qué va a hacer  Biden para que las cosas no continúen “por el camino que van”? En Nueva Jersey dejó bien sentado que seguirá apoyando a Ucrania, sin más. E incluso fue más lejos, al  explicar que anda a vueltas con el problema de cómo lograr que Putin salga de la escena. Va lanzado sobre férreos raíles mentales, en el ingenuo supuesto de que el  ruso se va a arredrar…  Y sí, a juzgar por las  palabras  y los hechos del anciano presidente, el destino de la humanidad depende de que  Putin se arredre, lo que nos da una escalofriante idea del peligro que corremos. 

     El portavoz del Pentágono, John Kirby, se apresuró a puntualizar que en estos momentos no hay trazas de que Rusia se esté preparando para lanzar un ataque nuclear. ¡A ver si nos tranquilizamos! Por su parte, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg,  ha querido rebajar el  terror que provoca la sola mención del Armagedón;  ha declarado que Putin “sabe muy bien que nunca se debe librar una guerra nuclear y que no se puede ganar”.   Nada tranquilizador, a mi juicio, precisamente porque no estamos, qué más quisiéramos, en los tiempos de la Guerra Fría.

      Encima, las autoridades europeas han declarado, unánimes,  sacando pecho como si estuvieran en una taberna o en el patio del colegio, que no se van a dejar intimidar por las amenazas nucleares de Putin. Son muy “valientes", y de paso nos confirman que la estrategia occidental reposa sobre el principio de que Putin no hará nada irreparable (a pesar de sus antecedentes y de la presión a que se ve sometido).   Continúa vigente, sin matices, el principio sentado por Josep Borrell: la guerra de Ucrania se dirimirá en el campo de batalla. Hasta la expulsión del todos los invasores, reclama Zelensky. Como si Putin no dispusiese de armas nucleares. Es mismamente como si los líderes occidentales confundiesen al inquilino del Kremlin con un simple Sadam Hussein. Solo así se entiende que no hagan ni la menor concesión a la diplomacia, lo que evidencia una voluntad de correr un riesgo demencial,  intolerable para el común de los mortales. 

      No es una  provocación menor que  Ursula von der Leyen, disfrazada con la bandera de Ucrania, haya expresado su deseo de ver deshecho el tejido productivo ruso. Es evidente que esta señora, a quien no tengo noción de haber elegido, se salta a la torera el Tratado de Lisboa, por el que la UE se justificó, entre otras cosas, por la común voluntad de contribuir a la paz y a trabajar activamente en la prevención de los conflictos. 

      Por no hablar de señora Tuss, entusiasmada sobre un tanque, afirmando que no le temblará la mano en el instante de apretar el botón nuclear británico. A destacar el afamado general Petreus:  imagina que, en caso de que Putin lance una bomba nuclear táctica, lo mejor que podría hacer Estados Unidos en aniquilar a los rusos presentes en Ucrania y a la entera flota fondeada en Crimea con sendos ataque convencionales. Otro que ignora el peligro de que Putin pase a mayores, como el señor Borrell, que acaba de declarar que “un ataque nuclear contra Ucrania provocaría que el ejército ruso fuera aniquilado”.  Mientras tanto, lo mejor que se le ocurre a John Bolton es hacer saber a Putin y a toda la cúpula dirigente rusa que pasarán a mejor vida si se les ocurre dar el paso fatal. Hasta le vienen a las mientes  los asesinatos de Bin Laden y el general iraní Qasen Soleimani… Otro que menosprecia el potencial nuclear de los rusos.

      Al hilo del discurso de Biden en Nueva Jersey,  varios comentaristas han afirmado que Putin es “impredecible”. Ponen en entredicho la certeza de que se abstendrá, pase lo que pase, de hacer algo irreparable, pero solo para  exonerar a Occidente de la responsabilidad de negociar, pues  se supone que no hay manera de hacerlo con un loco. El problema es que Putin es bastante predecible. Sus demandas han sido las mismas desde 2007 y ha ido de menos a más precisamente porque no se le ha hecho el menor caso. Ya se ha lanzado criminalmente a esta guerra atroz y no quiero ni pensar en hasta dónde va a llegar si Occidente persiste en su actitud. Estando Ucrania en el centro de la hipotética primera diana nuclear,  no entiendo que Zelensky llegase a demandar un ataque preventivo contra Rusia, pero comprendo que luego, pensándoselo mejor, haya atribuido esa exigencia loca a un error de traducción. Sí entiendo que ahora diga que mejor ni mentar el Armagedón,  un tabú para seguir en las mismas. Forzar la situación es la ley del momento.

     Ya que Biden ha mencionado la crisis de los misiles de 1962, confieso que me embarga la impresión que la situación actual es  muchísimo más peligrosa. Ahora corre la sangre y reina el caos. En aquellos tiempos ambas partes tenían bien claro lo que cabía esperar de una confrontación nuclear: la destrucción total. Tenían conciencia de los límites del peligroso juego que se traían entre manos y guardaban frescos en la memoria  los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Y esto es lo que ahora se echa en falta.

       En 1962, en respuesta a la colocación de plataformas misilísticas nucleares en Turquía, los soviéticos, para nada inconscientes del peligro,  introdujeron subrepticiamente sus armas de destrucción masiva en Cuba. Estados Unidos, claro es, no podía consentir la sola idea de vivir bajo semejante amenaza. Hoy la cosa va de ocultar las causas de lo que está pasando, lo que para nada facilita el entendimiento y la negociación. Además, para nuestra desgracia, en la actualidad existen armas nucleares en miniatura (que por algo han sido concebidas, malditas sean). Nos vemos en el peor escenario imaginable y yo me pregunto si Biden está a la altura de las circunstancias. ¿Podría  emular la proeza de John F. Kennedy?   

       Recuérdese que Kennedy fue capaz de contener a sus halcones (gente como el embrutecido Curtis LeMay), fue capaz de entenderse con Krushev, de negociar y de ceder, esto es, de renunciar a sus vectores nucleares instalados en Turquía a cambio de que Krushev retirase los suyos de Cuba. Así, entre los dos –dejando a un lado a Fidel Castro, que por nada del mundo quería verse privado de los misiles–, salvaron a la humanidad  (con la ayudita del capitán de un submarino ruso que se saltó el protocolo y optó por no iniciar la conflagración fatal). Me parece terrible, pero es más fácil imaginar a Putin en el papel de Krushev que a Biden en el de Kennedy. 

       Confieso que no consigo entender que Biden se haya dedicado a echar leña al fuego y a seguir atizándolo. No entiendo que haya pasado por alto el ejemplo de Kennedy y  que eche en saco roto los consejos de George Kennan, Paul Nitze, Henry Kissinger y demás halcones con cerebro. Al parecer, se atiene a los los papeles de la Rand Corporation, y a los dichos neocón de Victoria Nuland y John Bolton, y no me lo explico…  o no quiero explicármelo porque me da miedo. 

      Vicepresidente en tiempos de Obama, Biden estuvo involucrado en las oscuras tareas encaminadas a dejar a Rusia fuera de juego en Ucrania. En esas tareas se habrían gastado no menos de 5.000 millones de dólares entre finales del 2013 y principios de 2014,  sin importar las consecuencias, la ira de Moscú y la ruptura del equilibrio  en este país,  empujado a una guerra civil entre la porción  rusófila y la rusófoba. Si me da por pensar que Biden obra en consecuencia con aquello, cuya operaria fue precisamente la señora Nuland, la del “que se j… Europa”, me llevan los demonios. ¡Nada que ver con Kennedy!   

       Biden es el hombre que dio la callada por respuesta a la carta que le envió Putin a finales de 2021 en demanda de garantías de seguridad, con lo que quizá esté todo dicho, pues era el primero en saber qué querían decir los rusos con “medidas técnico-militares” en caso de no recibir una contestación  seria a los problemas planteados en esa misiva.  No se apeó de la idea de incluir a Ucrania (y a Georgia) en la OTAN ni antes de la invasión ni ahora, a sabiendas de que para Rusia se ha tratado siempre de una línea roja o, mejor dicho, de un casus belli

      Que se actúe como si las armas nucleares estratégicas y tácticas no existiesen, como si los artefactos convencionales de hoy fuesen cosa menor, nos da una idea de lo profunda que es la recaída en la barbarie. No estoy disculpando ni justificando a Putin. Simplemente, me veo en la obligación moral de señalar la corresponsabilidad de Occidente, a ver si comprende de una vez que no es solo cuestión de huevos y de ocultar a las muchedumbres una demencial agenda geoestratégica, agenda que los rusos, los chinos y cualquiera que piense un poco se sabe de memoria. Sin inteligencia y humanidad, de esta no salimos. De "la guerra como la continuación de la política por otros medios", ya hemos pasado al estado siguiente, ya observado también  por Clausewitz, el de la bélica ebriedad, de curso incontrolable ya en sus tiempos y ahora no digamos. 

domingo, 7 de agosto de 2022

LA GUERRA DE UCRANIA, EL PODER Y LA MORAL

       La humanidad vive horas cruciales bajo  dos amenazas terroríficas, el calentamiento global y el  apocalipsis nuclear. Según António Guterres, secretario general de la ONU,  lo de Ucrania podría acabar en una hecatombe planetaria. Por su parte, Selwin Hart, brazo derecho de Guterres, asesor para la Acción del Clima, lo tiene claro:  hay que proceder a la descarbonización y eliminar los combustibles fósiles sin pérdida de tiempo. 
     ¿Qué posibilidades hay de que salgamos bien librados de esta doble amenaza? A mi juicio, no muchas, más dependientes de la suerte que de la razón, malamente pervertida en los tiempos que corren. La guerra de Ucrania ha provocado reacciones en cadena que bloquean una reacción sensata al cambio climático  y nos lanza a la cara la posibilidad de una confrontación nuclear. 
      Joe Biden llegó a la presidencia con la promesa de afrontar el desafío climático con la debida ambición y urgencia, pero, como siempre,  estamos a la espera de los resultados. En cuanto a la guerra de Ucrania, ni viéndola venir hizo nada positivo para impedirla, demostrando con ello su incapacidad como líder mundial y su irresponsable sometimiento a intereses oscuros.  No tuvo mejor idea que llamar "asesino" a Putin, sentando el principio bélico y antidiplomático que vemos todos los días en los medios. Aunque bien es verdad que en mayo, en un artículo opinión  publicado en The New York Times, Biden  dejó dicho que no abriga el deseo de derrocar a Putin, que no quiere que que la guerra se prolongue "solo para infligir dolor a Rusia". Algo es algo, pero todo indica que este anciano presidente cabalga un tigre. En estos momentos Estados Unidos presta a Ucrania un creciente apoyo dinerario, armamentístico y de inteligencia, mientras trata de estrangular la economía rusa. El juego va de recordar el poderío atómico de Putin y de olvidarlo a continuación.
        El 77 aniversario de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki debería servirnos de aviso. ¿Se arrepintió Truman de haber dado orden de lanzar esas bombas con la intención principal de poner a Stalin en su sitio? No, nunca. ¿Con qué ánimo había procedido a sacrificar esas dos ciudades inermes y desprovistas de interés militar? Truman levantó la mano hacia el entrevistador e hizo un chasquido con los dedos. Así de fácil. Ni el menor atisbo de mala conciencia. Y pienso que ese chasquido también debería recordarse, como símbolo de la deshumanización que puede acabar con nosotros.
        ¿Acaso hemos progresado? Me temo que no. La lógica del poder, o mejor dicho la lógica de la atrocidad, ha vuelto por sus fueros y ya se ha saltado reiteradamente todos los límites delante de nuestras narices. Es una malísima señal. Y lo digo yo, acostumbrado a vivir bajo la amenaza de la Destrucción Mutua Asegurada, hecho a los modos de la Guerra Fría. Me sobrecoge la manifiesta temeridad de los primates actuales. 
        Antes, las desgracias, por tremendas que hubieran sido, concedían una segunda oportunidad y los supervivientes lo primero que acordaban era no volver a las andadas aunque tuvieran que tragar sapos y culebras. No cabe representarse el futuro inmediato a la luz de esa enseñanza recurrente. Se diría que en las altas esferas nadie se acuerda  de las dos guerra mundiales y de su cerril causación. O no se jugaría con fuego. Incluso hay algún imbécil que propone una guerra atómica con la idea de darle una lección a Putin… El calentamiento global es algo nuevo, pero, aplicada de lógica de la atrocidad, ¿adónde iremos a parar? ¿Qué se ha hecho desde que James Hansen dio la voz de alarma ante el Congreso de Estados Unidos en los años ochenta? Solo dar largas, redactar informes y suavizarlos concienzudamente, hacer negocios y marearnos con el greenwashing o lavado ecológico.  
        Para colmo, la barbarie de los primates ha calado a millones de personas. ¿Se declara usted pacifista? ¿Exige la paz aquí y ahora, con las inevitables cesiones entre las partes enfrentadas? ¿Exige que se emprendan acciones serias contra el calentamiento? ¡Pues tonto debe de ser! 
       Aquí lo que cuenta es el Poder (así, con mayúscula, como lo escribía Pasolini), ya desprovisto de ataduras morales. De ahí que la OTAN nos convoque a una competencia global por el gran poder, decidida a imponer  los designios norteamericanos no solo a Rusia sino también a China.  Me parece el colmo de la desmesura. (Y conste que lo digo sin experimentar ni la menor simpatía por el formato de los regímenes desafiados.) ¿Se ha tenido en cuenta el calentamiento, que exige acuerdos globales inmediatos? ¡Pues no! Quema masiva de combustibles fósiles para el sostenimiento y la ampliación del aparato bélico, regreso al carbón…  
         Por desgracia, no se puede decir que el plan de la OTAN para la humanidad sea un simple brindis al sol.  Los chinos y los rusos se lo toman muy en serio. Los halcones de Pekín y Moscú hasta pueden ver en él una justificación para cualquier emprendimiento racional o insensato. Y no se crea que es solo cosa de una OTAN en clave ofensiva. Dentro de ese plan inhumano cobran sentido las declaraciones de Josep Borrell, alto representante de la política exterior europea: en lugar de ejercer como diplomático, nos hace saber que la guerra de Ucrania se dirimirá en el campo de batalla. Por su parte, con la misma actitud, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, sueña con desmantelar la industria rusa. El influyente magnate George Soros sueña con un mundo liberado tanto de Putin como de Xi Jingping. No tiene ninguna gracia. El poder occidental ha perdido el sentido de los límites. Aquí, en esta desmesura, se deja ver, a mi juicio, una pérdida del sentido de la realidad y una capitulación de orden moral.
       Que la moral sea un invento humano surgido precisamente de la necesidad existencial de ponerle límites al poder no se trae a colación  ni por descuido. Se da por supuesto que  tomársela en serio es propio de curas, filósofos trasnochados y  buenistas. Lo que no impide que se moralice a toda máquina a ambos lados de la línea de fuego:  nadie, y menos los expertos en propaganda  y relaciones públicas que trabajan a sueldo del Poder, ha echado en saco roto  lo dicho por Maquiavelo, a saber, que la moral, no venida del cielo,   es un poderoso e insustituible instrumento de dominación, ni más ni menos.  Y como tal instrumento se la usa a todas horas, malbaratándola. Nosotros, faltaría más, somos los buenos, portadores de las luces de la libertad y la democracia. Estoy hablando de moralizaciones de usar  y tirar. Se condena al ostracismo al príncipe Salman por el descuartizamiento del periodista Kashoggi, y unos días después, se compadrea con él sin el menor sonrojo.
          Al mismo tiempo y sintomáticamente, las voces  que desafían la narrativa oficial tienen a gala expresarse sin valoraciones morales de por medio, como si estas tuvieran que ser  necesariamente tontas o torticeras, como si la lucidez fuera incompatible con el humanismo, como si estuviéramos ante fenómenos teléuricos.   Miren por donde, vienen a coincidir estas voces con aquello del “no hay alternativa”,  el famoso veneno thatcheriano contra la conciencia moral, ya responsable del desaliento, el cinismo y la paralización de millones de personas tanto de derechas como de izquierdas. 
        ¿Acaso hay alguna incompatibilidad entre analizar los hechos  a la fría manera de Tucídides y juzgarlos desde la óptica moral que corresponde a las necesidades humanas y a la sabiduría acumulada? Tal parece,  porque ahora, que yo sepa, solo el papa Francisco,  Noam Chomsky  y Rafael Poch  son capaces de hacer ambas cosas. Los demás son devotos de la cratología, no sé si por presumir de objetividad, por un tic académico,  o por no querer meterse en líos. El caso es que así colaboran a la militarización de las conciencias. 
      La adoración del poder va a más, al tiempo que este va a por todas sin el menor escrúpulo. Las buenas gentes ya habituadas al lenguaje del poder en el orden económico pasan a usarlo en el orden militar y ceden gustosamente a la necia pretensión de dividirnos entre buenos y malos, amigos y enemigos.
       Conviene recordar que tiempos hubo en que para ser  respetado y admirado, para ganar lealtades,  había que poseer algo llamado autoridad moral (algo que, a diferencia de sus lectores posmodernos, Maquiavelo nunca se tomó a la ligera).  He recordado el siniestro chasquido de Truman, pero solo a bombazos y dólares desde luego que Estados Unidos no habría alcanzado el rango de potencia hegemónica. Habría sido temido, nada más. En cambio, con su doctrina de las cuatro libertades (de expresión, de culto, del miedo y de la miseria)  se hizo con un formidable crédito moral durante la II Guerra Mundial, que luego consolidó con el apadrinamiento la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948).  
       ¿Qué queda de ese crédito? Nada, por desgracia.  Estados Unidos lo dilapidó en los últimos cuarenta años a mayor gloria de los señores del dinero y de la guerra. A estas alturas ya suena a hueco todo lo que se diga apelando a su recuerdo. Lo que yo considero una señal clara, entre otras, de que la potencia hegemónica se encuentra en decadencia. (Ande, señor Biden, vaya a pedirle sacrificios a su pueblo o a los europeos de a pie y a ver qué cara le ponen.) 
        Hace mucho que pasamos de la señora Eleanore Roosevelt, promotora incansable de los derechos humanos, a la neocon Jeanne Kirkpatrick, capaz de afirmar en público que dicha Declaración no pasa de ser una carta a Santa Claus. La misma señora que, para deleite de Ronald Reagan y de sus asociados, afirmaba que siempre hay que distintiguir entre dictadores malos y “buenos”, con los que es  lícito hacer toda clase de negocietes sin venir con cominerías. Y  sí, ya nos vamos acostumbrando al doble rasero, una la inmoralidad. 
        Al principio, consciente de lo que se jugaba, Estados Unidos actuó con disimulo en el “lado oscuro” (los derribos de Mossadeg, Arbenz, Sukarno y Allende, el asesinato de Lumumba, por poner solo algunos ejemplos), tratando de  mantener a salvo la autoridad moral ganada con tanto esfuerzo. Luego, vino la guerra de Vietnam, empezada con disimulo y continuada a cara descubierta. ¿Y de ahí en adelante?  Descontada la fanfarria mediática, puro matonismo de inspiración neocon: Conmoción y Pavor, bombardeos de ciudades, fósforo blanco, secuestros (entregas extraordinarias), torturas (técnicas de interrogación mejoradas), asesinatos selectivos, por lo general con víctimas colaterales, actos de “justicia” según la jerga oficial, y allí en Guantánamo un Dachau a modo de siniestra advertencia.  Y todo esto haciendo trampas, mintiendo desde las más altas tribunas, incurriendo en chapuzas monstruosas, como  el financiamiento de bandas armadas de fanáticos y la alevosa provocación de guerras civiles interminables. Pongámonos en el pellejo de los afganos que, creyendo en las lindas palabras de los invasores,  acabaron entregados a lo talibanes. No, aclaró Biden tras veinte años de campaña, nunca se trató de configurar una democracia; simplemente, se había actuado contra el terrorismo. La retirada no era, pues, una derrota, sino el premio por haber cumplido la misión.  
        Con esos procederes Estados Unidos dilapidó su crédito moral.  Y no hay más que ver cómo trata a sus  propias gentes para que uno sepa a qué atenerse. El  pueblo norteamericano, antes envidiado, está sumido en la miseria y el precariado, por no hablar de los veteranos de guerra  con los nervios destrozados de por vida (se suicidan por decenas). Si  la élite prepotente y avariciosa ya se cargó el “sueño americano”, díganme qué le puede interesar el bienestar de la humanidad. 
        Y todo esto, precisamente por el papel inspirador otorgado en el imaginario colectivo a ese país en base a sus pasados logros, ha tenido graves consecuencias para el conjunto de la humanidad: desengaño, odio, desorientación.  La pérdida de autoridad moral ha acabado por afectar a su credibilidad y desde luego que también a cualquier pretensión de legitimidad de los planes de dominación en que pretende involucrarnos. Hace unos años una encuesta Gallup reveló que mucho más que al terrorismo o cualquier otra amenaza, los terrícolas temen a Estados Unidos. 
      ¿En qué quedaron los usos del llamado “poder blando”, capaz de ampliar la simpatía por el gigante del norte? En nada. Lo que cuenta es la fuerza bruta, de la que ese país anda sobrado, algo muy peligroso ahora, cuando su hegemonía empieza a ser cuestionada tanto en el plano económico como en el tecnológico.
       Según una famosa lista filtrada por el general Wensley Clark, después de  Afganistán, Irak y Libia venía Siria. Bacher Al Asad fue demonizado en  la línea habitual, se financió y armó a insurgentes diversos, incluidos los extremistas islámicos; en suma, se organizó otra guerra civil.  Y todo iba según lo planeado hasta que, oh sorpresa, Vladimir Putin salió en defensa del presidente sirio con sus bombarderos. Estados Unidos tuvo que envainársela.  Fue un aviso. 
       Estados Unidos no le perdonaría jamás a Putin la bofetada, la primera que recibió así, en frío.  El nuevo orden (por llamarlo como se acostumbra) surgido tras la caída de la Unión Soviética se podía considerar roto ya por aquel entonces.  Al matón supremo le había surgido un rival, otro matón. Se diría que el resto es una consecuencia. 
       Henry Kissinger, entre otros pesos pesados, maligno él pero con cerebro, explicó que no había que acorralar a Rusia ni empujarla  a  una alianza con China, explicó que no era una buena idea meter a Ucrania en la OTAN y que era un desatino atizar una guerra civil en este país. No se atendió a sus razones, ya vemos con qué resultado. ¿Y por qué no se le hizo caso? ¿Por qué no se atendió a sus pragmáticas recomendaciones? La  respuesta es simple: porque en la actualidad el poder está  tan desprovisto de frenos morales como de frenos pragmáticos. Hay motivos para creer que hasta la noción de “mal menor” se perdió por el camino. 
      Si el poder ya no entiende las razones de un Kissinger, ya me dirán. Visto lo visto, ni siquiera debería asombrarnos que el señor Putin, hasta ayer mismo considerado astuto y calculador, haya acabado por lanzarse criminal y chapuceramente  sobre Ucrania. No es asombroso, digo, de acuerdo con los usos imperantes de un tiempo a esta parte. 
       Sin duda  abundan en los círculos del poder norteamericano los  seres pensantes capaces de tener en cuenta las realidades y los obvios requerimientos de la supervivencia humana.  Pero, lamentablemente, hay otros, en la élite del poder, que están en otra onda y que por lo visto ejercen una influencia decisiva a la hora de la verdad sea cual sea el presidente. Me refiero a sujetos que tienen en el oído  los monólogos a puerta cerrada del tenebroso Leo Strauss,   unos tipos convencidos de la superior sapiencia de la idiota de Ayn Rand, unos adictos al trotskismo de  Kristol (una versión ultraderechista de la famosa “revolución permanente”). Estos van a lo suyo,  inmisericordes, psicopáticamente decididos dominar el mundo por las malas, tomándose su tiempo, yendo por etapas, susurrando al oído del fantoche de turno, haciendo de paso negocios armamentísticos formidables so pretexto de emprendimientos guerreros  no menos demenciales que el de Putin.  
       ¿El país se queda en los huesos? ¿El capitalismo salvaje por ellos impuesto nos ha metido a todos en un callejón sin salida? ¡Es que les da igual! Que por algo están prendidos de las ubres del Complejo Militar Industrial (ese monstruo fuera de control sobre cuya peligrosidad advirtió el presidente Eisenhower en su discurso de despedida). Que esa porción de la élite  pretenda arrogarse la representación de Occidente es una listeza intolerable (salvo que se refiera a lo peor de Occidente elevado al cubo). Del hecho de que hayan conseguido hacerse con el el apoyo de  unos líderes europeos desconectados de la sensibilidad común solo se deduce que los valores occidentales que se publicitan como superiores han sido desactivados a ambos lados del Atlántico. 
        Ojalá estuviésemos ante un mero sometimiento perruno a los dictados norteamericanos, como parece  a primera vista: ya es hora de que reconozcamos que la élite europea ha caído bajo el embrujo neocon, al punto de ser incapaz de pensar por sí misma hasta cuando la tratan a patadas.  Siento decirlo, pero lo veo venir: estos primates europeos van a terminar de cargarse la autoridad moral heredada de las generaciones precedentes y, en la misma jugada, el Estado de Servicios que a ellas les debemos. Sí, están dispuestos a sacrificar a sus pueblos,  a empeñarlos para los restos, a gastarse en armas lo que no tienen, a destruir  y envilecer sus sistemas políticos, como si  estuviesen decididos a copiar en sus respectivos países la degenerada  polarización que distingue a la sociedad de sus mandantes. Es el momento de esgrimir la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero, ¿quién, entre esta gente poderosa, podría hacerlo sin que nos pareciera el colmo del cinismo?
     Entre las consecuencias del derrumbe de la Unión Soviética, debemos incluir no solo el sueño neocon de un mundo unipolar bajo la férula de Estados Unidos, de penoso despertar. Porque a ese derrumbe le siguió la galopada, ya sin barreras, del capitalismo salvaje, que ni siquiera se molesta en frenar en vista de las tremendas crisis que produce (paga el contribuyente) , y algo más: una pérdida de valores. Para contender con la Unión Soviética y frenar la expansión del comunismo, había que cuidar las formas, mostrar lo bien  y civilizadamente que se vivía en libertad,  en democracia, con cierta idea de superioridad basada en ideales  y valores de procedencia cristiana entreverados con los mimbres del liberalismo. Occidente se esmeró en presentarse como una alternativa bien probada y muy atractiva a los regímenes dictatoriales de Stalin y e Mao. ¡El mundo libre! Pero luego, tras la caída la Unión Soviética, al diablo esos valores, a los que solo se apela cuando interesa  manipular las emociones de las “muchedumbres desconcertadas”
     El problema es que sin valores, sin la autoridad moral que se deriva de su cultivo, solo queda la fuerza bruta. Triste espectáculo: resulta que ya no hay nada más que se pueda oponer a Rusia y a China, cuyos líderes hace tiempo están advertidos de la mutación, del giro hacia el matonismo planetario y del carácter fraudulento de la apelación a los valores traicionados. Lo que en sí mismo no augura nada bueno.  A estas alturas del partido, por cada acusación que los líderes occidentales lancen contra los regímenes de Rusia y China, estos lo tienen fácil: les  basta con acusarlos de ver la paja en el ojo ajeno y de no ver la viga en el propio.
        ¿Hay alguna posibilidad de que Occidente recupere sus valores esenciales?  ¿Puede recuperar su autoridad moral? Ojalá. Sería patético que los rusos o los chinos se vieran forzados a darnos lecciones de pragmatismo, y más patético aun que nos viéramos en situación de esperar que algún remanente de la Iglesia Ortodoxa Rusa, o algún giro dialéctico en el cerebro de Putin  o  alguna fórmula confuciana vengan en auxilio  de la humanidad… ¡Qué dolor! ¡Qué vergüenza!

viernes, 15 de abril de 2022

GUERRA EN UCRANIA: NEGOCIACIÓN O DESTRUCCIÓN

    

        Afirmé hace un mes que a mayor resistencia a las huestes de Putin, mayor sería la barbarie. Los horrores de Grozni y Alepo se reproducirían en Ucrania. Y véase  ahora el martirio de Mariúpol, por decirlo todo con un solo nombre. No sé a usted, amable lector, pero a mí me indigna que no se haya tenido en cuenta tan atroz posibilidad. Los ucranianos, a los que se dice defender, víctimas  seguras de una barbarie que se veía venir. ¿Acaso ignora Occidente de qué va la guerra? ¿Por qué se deja arrastrar por Putin a las tinieblas? Al final, lo presiento, no habrá forma de distinguir a los buenos de los malos. 

           La barbarie de Putin no exonera ni santifica a los máximos dirigentes occidentales. No movieron un dedo para evitar  la tragedia; provocaron a Rusia, la ningunearon, enviaron armas a Ucrania, instruyeron a militares ucranianos e incluso a  elementos del Batallón Azov; atizaron el fuego en el Dombás.  Todo, sin pensar en  las buenas gentes.  Y ahora siguen armando a Ucrania ostentosamente. ¿Cómo creen que se interpretan desde el Kremlin los envíos de armas y las sanciones económicas masivas en ausencia de un solo gesto conciliador? ¡Como más de lo mismo! ¡Como una llamada a la guerra total! No hace falta ser un putinólogo para saberlo, ni  ser un experto en  nada para justipreciar los riesgos de una escalada fatal. De momento, Putin hace la vista gorda al dinero, a las armas y a las aportaciones de inteligencia, como si no quisiera contribuir a una escalada o, quién sabe, como si despreciase esas aportaciones occidentales contra su campaña militar  en el supuesto de que puede destruir el material antes de que llegue a destino. 

        Condeno rotundamente la invasión y me identifico con el pueblo ucraniano. Pero  tengo al mismo tiempo la obligación de exigir una negociación seria e inmediata. Y  por eso no puedo aplaudir la actuación de los líderes occidentales, mis supuestos representantes.  Alguno me dirá que es inmoral negociar con Putin, que no se puede ni se debe ceder a ninguna de sus demandas. Respondo: Gracia no tiene, pero hay que hacerlo, como es de rigor en casos así.  ¿Acaso hay otra manera de defender a los ucranianos ya que, como es sabido y como Putin entendió, no los defenderemos con nuestros cuerpos? 

          Los dirigentes occidentales actuaron  y actúan como pirómanos. Le cabe a Macron el honor de haber intentado mantener una línea de comunicación con Putin y de recomendar un empleo cuidadoso de las palabras por entender, inteligentemente, que llamarlo “asesino” es una pésima idea. No se lleva lo de Macron. El canciller austriaco ha sido criticado por viajar a Moscú con intenciones  dialogantes…  Lo que se lleva es lo de Josep Borrell,  que  acaba de pedir menos aplausos y más armas para Ucrania (¡menudo diplomático!).

       Incluso se pretende, con veladas amenazas, que China se sume a la campaña occidental, como si su hipotético papel mediador fuera prescindible. Como si no fuera obvio que esta guerra debe terminar cuanto antes con una negociación. Y claro que hará falta la mediación de China, como la Turquía, dos países que se han opuesto a la voladura de todos los puentes. Sí, la de estos dos países precisamente en vista de que el señor Biden no está por la labor por intereses para nada edificantes. 

         Con las excepciones aludidas, los primates  europeos se comportan como si estuviésemos ante un conflicto medieval, como si no hubiera que contar con las  capacidades destructivas del armamento “convencional” del siglo XXI (bombas termobáricas, bombas de racimo, fósforo blanco y demás), como si ignoraran que las guerras de este siglo se libran a costa de  machacar bárbaramente a la población civil y,  encima, como si las bombas nucleares tácticas y estratégicas no existieran. Les veo capaces de acorralar a Putin hasta el punto de que se sienta  “obligado” a hacer uso de estas armas, como contempla su doctrina militar oficial en casos de “amenaza existencial”.   ¿No les parece una locura poner el destino de la humanidad  precisamente en manos del líder ruso, en su capacidad de autocontención, en su sistema nervioso, en sus cálculos?  ¡Qué ocurrencia! 

       No me lo explico, me parece una señal de degeneración intelectual y moral. Intelectual, porque estos líderes parecen desconocer las crueles lecciones de la historia, y moral porque están anteponiendo sus intereses geoestratégicos, narcisistas y mafiosos al valor de la vida humana (como ya hicieron reiteradamente en el pasado inmediato, dándole con ello lecciones de poder a cualquiera y en primer lugar a Putin).  Estos genios,  muy toscos si los comparamos con los de ayer (Kennedy hablaba con Krushev, Bush padre  hablaba con el inquilino del Kremlin, Reagan hablaba…),  ¿qué pretenden? 

       ¿Quieren que Rusia se desangre en Ucrania? ¿Desean derribar a Putin y convertirla en un Estado fallido? ¿Desean (en plan Victoria Nuland) que Europa termine de doblar las rodillas y que se olvide del sueño de “una casa común” e incluso del gas? ¿Desean dar rienda suelta   a formidables negocios armamentísticos   incompatibles con toda causa decente y con el lamentable estado del planeta? ¿Realmente les interesa el bienestar del pueblo ucraniano? Son preguntas inquietantes, de momento encubiertas bajo una unanimidad de la que ya hemos sido víctimas otras veces. En el peor momento, estos dirigentes se olvidaron de la Realpolitik, fea pero nunca imbécil. 

         Nótese que el presidente Zelenski, con trato de héroe y paseado por los parlamentos –lo nunca visto–, demanda acciones radicales al parecer sin pensar ni poco ni mucho en que, de ser satisfechas, la historia de la humanidad tal como la conocemos llegaría bruscamente a su fin. Y sin pensar demasiado, por lo visto, y no lo entiendo, en el creciente sufrimiento de su propio pueblo, al que se siente compelido a sacrificar en el altar de la guerra (no sabemos si por rapto dramatúrgico o por puro patriotismo, o por una combinación de patriotismo y de promesas y presiones internas y externas). Uno le comprende emocionalmente, pero se debe conservar la cabeza fría y no perder  el sentido de las proporciones. ¿De verdad hay alguien que crea que la titularidad de Crimea y del Dombás vale más que el género humano  o más que los ucranianos que tan cabalmente lo representan?

        Oficialmente al menos,  el Pentágono y la CIA mantienen la cabeza fría, ante la evidencia de que no se puede jugar con fuego en esta materia, pero los dirigentes occidentales, de Biden a Borrell,  juegan sin ningún recato y nos la calientan de la forma más irresponsable que quepa imaginar. 

        Han renunciado  a la función política y reparadora que les exige  una guerra de estas características. Nos invitan a apoyar ciegamente a Zelenski en su numantina resistencia, le ofrecen más armas, más dinero, que se sepa sin ninguna condición y desde luego que sin pensar las consecuencias de militarizar a todo un pueblo y de  concentrar el poder en manos de elementos extremadamente iliberales. Es como si ya hubieran resuelto que el conflicto se dirima en el campo de batalla –es decir, en ciudades, pueblos y pueblecitos– a costa del sufrimiento que sea. Como la culpa la tiene Putin, adelante a ojos cerrados.

          De este modo que se han metido –y nos meten– en una dialéctica infernal.  ¿Cuánto dinero contante y sonante, cuánto prestado? ¿Cuántas armas  hacen falta para cubrir el expediente, cuántas para mantener a raya a los rusos? ¿Cuántas harían falta para expulsarlos? ¡A saber!  Y como esto es infernal, se procede sin tener ni la menor idea de en qué punto podrían desencadenarse acciones terroríficas no convencionales por parte de Putin, astutas o desesperadas. Lo único claro es que, no siendo este un lance caballeresco sino una guerra brutal estilo siglo XXI, no ganará nadie en ningún sentido humanamente inteligible. Lo dicho: negociación o destrucción parcial o total.

jueves, 3 de marzo de 2022

PUTIN SE ABALANZA SOBRE UCRANIA

 

      Me duele el alma por el sufrimiento del pueblo ucraniano, y al mismo tiempo, por el pueblo ruso y por la humanidad. Vladimir Putin ha iniciado su viaje a las tinieblas y, a poco que nos descuidemos, siento decirlo, me avergüenza decirlo, nos arrastrará consigo.

       Evidentemente, esto podía pasar y, en mi opinión, el presidente Biden y los líderes europeos no han estado a la altura de las circunstancias: Han sido incapaces de impedirlo. ¿Acaso estaban desinformados? Hasta podría dar la penosa y desconcertante impresión de que  no quisieron reconducir la situación cuando todavía era posible. Ni siquiera es posible afirmar que se tomaran en serio los acuerdos de Minsk. 

         Llevan años haciendo oídos sordos a las pretensiones iniciales de Putin, incómodas pero no absurdas. No lo entiendo, como tampoco lo  comprenden –por poner solo tres referencias serias– Ignacio Ramonet, Noam Chomsky y Jack F. Martlock, ex embajador norteamericano. Para mí es inevitable recordar que Paul  Nitze y George Kennan aconsejaron que nunca se acorralase a Rusia. El tiempo ha demostrado cuánta razón tenían estos dos geoestrategas, dos halcones, dos entendidos en los asuntos del poder puro y duro. ¿Por qué jugar con fuego precisamente ahora, cuando toca hacer algo serio contra el calentamiento global?

         ¿Tan difícil era darle a Putin algo de lo que pretendía, alguna seguridad? ¿Acaso los líderes occidentales  no tienen ni la menor idea de cómo se las gasta y qué clase de lecciones de poder, todas brutales, le han sido impartidas por ellos mismos?  ¿Desconocían el abecé del Kremlin? ¿Estaban en la luna? No lo parece, porque Biden predijo la invasión. A  mi juicio, lo inquietante es que ni viéndola venir se prestase a negociar seriamente, que es lo que demandaban el Kremlin,  los ucranianos y el mundo entero. 

         Biden se limitó a  despreciar a Putin (una forma de distinguirse de Trump y de hacerse el duro), a asegurar que no enviaría tropas a Ucrania, que la OTAN no intervendría y que, esto sí,  Rusia se exponía a gravísimas sanciones económicas. Esto fue todo, unido al envío de armas y dinero a Ucrania. Y esta ha sido la combinación fatídica. Ningún palo que Putin, acostumbrado a las sanciones, pudiera ver como tal; ninguna zanahoria.

        Tras la criminal invasión, hemos entrado en una nueva fase. Occidente demoniza abiertamente a  Rusia, y a la inversa, corre la sangre. Han saltado todos los puentes de comunicación. Occidente impone a Rusia sanciones económicas devastadoras y envía  montones de armas a Ucrania (a sumar a las que ya había enviado). Ni que decir tiene que Putin interpreta todo esto como una declaración de guerra. Algunos de los suyos pensarán que, después de todo, él sí sabía lo que cabía esperar de Occidente. Todos contra Rusia, Rusia contra todos. 

       ¿Qué pasará?  En primer lugar, bajo presión creciente y ante la evidencia  de que  las defensas ucranianas no se han venido abajo a las primeras de cambio, todo indica que Putin  intentará alcanzar sus objetivos rápido y a cualquier precio. Lo que solo le será posible con una brutalidad que al principio no quiso permitirse por razones de imagen. A mayor resistencia ucraniana, más violencia, más indiscriminada y terrorífica. Empezamos a verlo. Conmoción y pavor.

        En estos momentos, todavía bajo el impacto de la invasión, los países europeos en bloque (¡también Alemania!) anuncian que van a entregar a los ucranianos armas defensivas y ofensivas. Pues bien, la luz de lo que acabo de decir, me parece oportuno plantear dos preguntas elementales, seguramente odiosas si uno tiene en la retina la imagen de Zelenski y de sus desamparados compatriotas: ¿Hace bien Europa al renunciar tan abiertamente a una función pacificadora y reparadora?  Voluntarismos aparte, ¿qué posibilidad hay de que esas armas reviertan la situación creada por Putin? Si a mayor resistencia ucraniana, peor comportamiento de los invasores, esas armas y la declaración de intenciones que las acompaña podrían servir para aumentar el sufrimiento de los ciudadanos dispuestos a empuñarlas o simplemente a creer en ellas. 

      No vaya a ser que estas armas, muchas de ellas antiguas, tengan por resultado no la liberación sino una represión salvaje contra la población, contra los mal armados y contra los desarmados. La perspectiva de ver a Kiev reducida a escombros, como Grozni o Alepo nos obliga a pensarnos dos veces este tipo de iniciativas. Mejor, a todos los efectos, una ayuda humanitaria masiva, integral, por el bien de las víctimas y para dotar a Europa de la necesaria autoridad moral para mejor protegerlas. Tal es mi opinión, al menos.

       Por si no fuera bastante espantoso imaginar una guerra interminable en Ucrania, que a todos hará sufrir, hay algo más. Nadie quiere pensar en ello, hay un tabú al respecto, pero esto podría terminar en un apocalipsis nuclear por accidente, por irracional escalada o por una fría decisión. Putin ya ha lanzado varias advertencias  al respecto. Cuanto más acorralado se sienta, mayor será el peligro. 

        Ni siquiera cabe descartar que Putin considere sus misiles hipersónicos como un as en la manga,  con rango de “ocasión” por emplear el lenguaje de Tucídides (se supone que perderá esa ventaja en un par de años, cuando EE UU se ponga al día).  En consecuencia, así lo entiendo, actuar con la chulería acostumbrada,  hacernos los valientes a costa del pueblo ucraniano, negarnos a buscar una salida honrosa para atacantes y  atacados, pedir a estos que se desangren heroicamente para desangrar a aquellos,  todo esto es una locura. Como hacer negocios armamentísticos, como felicitarse por el error de cálculo de Putin y  por la posibilidad de insuflar nueva vida a la OTAN y encubrir la desunión y las miserias de Europa. Algunos hasta sueñan con una segunda victoria sobre la Unión Soviética. A mi entender,   no estamos para tales maldades y delirios. Sin sabiduría, de esta no salimos.

        Es el momento de recordar que en horas tremendas  John F. Kennedy fue capaz de tomar el toro por los cuernos: negoció con Krushev, cedió. Quítame de encima tus misiles cubanos y yo te quitaré los míos de Turquía.  También Krushev cedió. ¿Se acuerdan? El equilbrio del terror  les obligó a ello por no ser imbéciles, pero ahora nadie  ha planteado negociar nada en términos satisfactorios para las partes. A saber por qué razón. Se siente uno en manos de unos irresponsables. Incluso he oído traer a colación el “apaciguamiento” de Chamberlain como invitación al “no apaciguamiento”, como si el contexto fuera el mismo, como si se pudiera actuar de espaldas a la amenaza atómica y al poderío de las armas del siglo XXI, como si, de pronto, hubiésemos olvidado todo lo aprendido de las duras enseñanzas de la historia.

viernes, 22 de enero de 2021

EL NEOPOPULISMO DE DONALD TRUMP

      El mundo respira aliviado tras la victoria de Joe Biden,  pero cuidado. La democracia norteamericana está muy enferma. El trumpismo sigue allí, a saber con qué consecuencias.  Estos fenómenos no desaparecen de la noche a la mañana, y menos con el respaldo de más de setenta millones de votantes. La Administración Biden puede caer en la tentación de usar al trumpismo como gran coco, para ahorrarse el esfuerzo en resolver los problemas de fondo (la miseria, la desigualdad, la falta de esperanzas), de cuyo abordaje serio depende el futuro de la democracia estadounidense. O se solucionan o el trumpismo regresará al poder tarde o temprano. Si Biden se comportase como el gatopartista Obama, Trump o su eventual sucesor encontrarán el campo abonado para la revancha, y yo no estoy en condiciones de saber si el establishment norteamericano ha tomado nota del peligro, ni tampoco de si le importa, pues ya ha dado pruebas de saber utilizar a este tipo de personajes, en el supuesto de que también son de usar y tirar. 
    La prensa bienpensante aprovecha para atacar al populismo, ahora adornado con pieles y cuernos,  al de Trump, pero de paso a cualquier otro. Y así se pasa por alto la singularidad del populismo trumpiano, que se caracterizó por una duplicidad a cuyo descaro no encuentro precedentes históricos. Si por un lado prometió salvar a los desesperados, por el otro se aplicó, firma tras firma, a darle el gusto al establishment, dándole la patada a todos los compromisos sociales y planetarios. La gracia estribaba en presentarse como el antisistema número uno y en actuar como peón de la élite. Se conocen demagogos de ese jaez, pero entiendo que Trump los superó a todos porque no hizo ni la menor cosita por sus infelices votantes; al contrario, se aplicó a machacarlos sin contemplaciones. He aquí, entiendo yo, la forma de un neopopulismo, a tono con el espíritu de los tiempos. Y quizá lo más sorprendente sea la fidelidad de sus votantes, algo que ya se les habrá subido a la cabeza a todos los aprendices de brujo que esperan hacer su agosto a cuenta del descubrimiento.
   Por mi parte, creo que para entender esa sorprendente devoción por el señor Trump, es imprescindible tener en cuenta no solo las listezas que le han caracterizado sino también, y principalmente, el desgaste del entero sistema político norteamericano, el mismo que observamos en otros espacios, también en nuestro país. Yo ya he dicho reiteradamente en este blog que el capitalismo salvaje es una máquina de destruir partidos y sistemas de partidos. ¿Por qué tendría haber sido Estados Unidos una excepción? Desde la caída de Nixon, el Partido Republicano vive entregado al capitalismo salvaje, deviniendo en una suerte de partido leninista de derechas (según la apreciación de Nancy McLean). Atado de pies y manos a la élite, llegó al punto de necesitar un revulsivo, algo nuevo, un Trump, para recuperar la Casa Blanca, habida cuenta de que el Tea Party y la pintoresca señora Pallin se quedaron cortos a pesar del dineral que los motorizó. En cuanto al Partido Demócrata, ostensiblemente compinchado con Partido Republicano en el negocio neoliberal, habiéndose pasado a Trump no pocos votantes de Obama totalmente desencantados, todo indica que estaba en crisis. De hecho, de no ser por la demencial gestión de la pandemia del señor Trump, difícilmente habría reconquistado la Casa Blanca. No es un dato menor que el aparato del partido acallase, como hace cuatro años, las voces críticas y alternativas, que marginase a Sanders y que presentase la candidatura de un político anciano y ya amortizado. Todo esto habla de crisis. Independientemente de lo que hagan Trump y sus seguidores, ahora todo depende de que Biden sea capaz de superar a su mentor Obama por la izquierda. ¡Ya me dirán!

viernes, 8 de enero de 2021

ESTADOS UNIDOS: ASALTO AL CAPITOLIO

      
     Lo ocurrido en plena jornada de ratificación de los resultados electorales ha causado estupor. El derrotado Donald Trump azuzó a sus seguidores, previamente llamados a Washington. ¡Nos han robado las elecciones! La turba no se lo pensó dos veces y marchó hacia el Capitolio con sus banderas confederadas y demás arreos. Solo nos ha sido ahorrado el penoso espectáculo de la desbandada de los señores congresistas y senadores. A nadie se le habría ocurrido que se pudiese asaltar el Capitolio con tanta facilidad, pues hace poco se demostró que ni siquiera era posible rodearlo pacíficamente con ánimo de protestar contra la barbarie policial. Al parecer, hubo cierto compadreo entre los asaltados y los asaltantes, con algún glorioso selfie de por medio.
    Mucho me ha llamado la atención que Trump, después de azuzar a los suyos, de dar largas al despliegue de la Guardia Nacional, después de decir que ama a los asaltantes, unos patriotas dijo, se declare indignado por el atroz ataque al Capitolio, anunciando que quienes hayan quebrantado la ley, lo pagarán. Una forma de salvarse a sí mismo in extremis, una manera de tirar la piedra y esconder la mano, y una manera de dejar con el culo al aire a quienes se dejaron llevar por sus incendiarias predicaciones. Mucho no le importan,  ni siquiera teme perderlos. De lo que se deduce que lo ocurrido no tiene el rango de un golpe de Estado, ni tampoco el de preparativo para un golpe de Estado.
    Simplemente, lo sucedido, tan pintoresco como invertebrado, es una prueba más de que el sistema político norteamericano se encuentra en crisis. La sociedad está dividida en dos bandos que habitan en realidades distintas. No es un buen augurio, porque esto viene de lejos y va claramente a peor.
    Se le echa la culpa a Trump, a las fake news, al papel de los medios de comunicación que le rieron las gracias, a la insensatez del Partido Republicano, al elitismo del Partido Demócrata y, por supuesto, a los deletéreos efectos de las redes sociales, dedicadas al cultivo profesional de la irracionalidad que tantos beneficios reporta a sus propietarios. Es fácil olvidar que en el origen de todo esto están la pobreza, la desigualdad, la falta de horizontes y la dignidad herida. Trump es un síntoma, como lo fue el Tea Party. La enfermedad: la demencial conducción económica que caracteriza al sadocapitalismo contemporáneo, una máquina de destruir partidos políticos, particularidad que se suele soslayar a mayor gloria de la perpetuación de dicho capitalismo. Trump ha servido para tapar esta indignante realidad, para distraer al personal con un espectáculo de feria.
    Este curioso personaje llegó a la presidencia haciéndose eco de la miseria de la gente y dando curso a la rabia acumulada contra el establishment que la causó. No por otra razón se le considera un campeón del populismo. Pero, atención, a este bocazas ni se le pasó por la cabeza hacer algo para remediar el sufrimiento del pueblo llano. Como era de esperar dados sus antecedentes, jugó a favor del famoso 1 por ciento, y en contra de los intereses de sus votantes (de lo que estos, curiosamente, no se han percatado aun). Y precisamente por ser un hombre del establishment ha podido llegar hasta donde llegó. La gracia ha consistido en dárselas de outsider, lo que ya es el colmo, pero también un clásico (no es el primero que llega al poder como de nuevas y con la fingida pretensión de drenar la ciénaga…).
    Habrá quien piense que, derrotado Trump –como yo predije en este mismo blog con meses de anticipación–, ratificada a altas horas de la madrugada la victoria de Joe Biden, Estados Unidos volverá a la normalidad, o al menos a alguna forma de nueva normalidad. Yo soy muy pesimista, por varios motivos. No creo que Biden, que ahora parece encantador por comparación, vaya traicionar al 1 por ciento al que sirvió con denuedo toda la vida. El problema de fondo no será ni siquiera abordado (como tampoco lo abordó el gatopardista Obama). Trump ha hecho bueno a Biden, e incluso muy bueno, pero eso no sirve de garantía. Seguro estoy, además, de que Trump no se va a retirar por las buenas, ni aunque lo metan preso. Y como tiene setenta millones de votantes, cualquier cálculo que se haga de aquí a 2024, se verá necesariamente afectado por su pesada gravitación. Y ya vendrá alguien más joven a hacerse cargo de cabalgar la bestia.
     En cuanto a nosotros, más nos vale tomar nota de lo siguiente: para ocultar la tremenda crisis social provocada por el derrumbe parcial de la pirámide de Ponzi planetaria, se ha visto a los hábiles publicistas del sistema desviar la ira de las víctimas del latrocinio hacia los chivos expiatorios que estaban más a mano: los extranjeros, los hispanos, los musulmanes, los afroamericanos, las feministas, los homosexuales, los políticos, y ahora mismo la democracia, supuestamente amañada de raíz. Esos publicistas llevan años con los mismos rollos fascistoides, atacando lo que ellos llaman “corrección política“(entendida como la defensa, ni siquiera leal, de principios ilustrados básicos que a ellos les traen sin cuidado). Cualquier sociólogo podía saber dónde estaban las bolsas de descontento y qué historias tendrían más gancho. Un juego de niños, a condición de no tener el menor respeto por la verdad y de contar con generosos patrocinadores tipo Robert Mercer.
    Llevamos no sé cuantos años oyendo las barbaridades que se dicen del otro lado del Atlántico, y encima ahora las tenemos que soportar aquí mismo, pues todo se copia menos la hermosura. Las mismas técnicas, los mismos argumentarios…¿Qué es Biden? ¡Un comunista! Barack Obama, otro comunista, es un pedófilo, como el papa Francisco… Esta locura tiene su historia: el menor indicio de preocupación por el bien común es señal de criptocomunismo antipatriota y de vicios inconfesables. La señora Clinton y otros de su clase y condición tienen o tenían una red de pedofilia con sede en una pizzería… La señora Merckel es hija de Hitler. El coronavirus no existe, y si existe es porque Bill Gates y George Soros así lo han querido, con la pérfida intención de inocularnos un chip so pretexto de vacunarnos.
     Lamentablemente, no podemos reírnos de la empanada mental de ciertos trumpistas, porque aquí mismo hay quien consume a placer el veneno, sin preocuparse por los efectos sobre el cerebro. Así que no es casual que, de pronto, de por sí sorprendidos ante el uso de la bandera de España, que ni que fuese la bandera confederada del Sur airado, tengamos que desayunar con la alucinación de que en España tenemos un ilegítimogobierno socialcomunistay con la advertencia de que tenemos que cuidarnos de Georges Soros. ¡Uf! Así se empieza…