La “Ley Mordaza” sale
adelante. No es que en este país la normativa sobre seguridad ciudadana fuese
una broma, es que ahora el poder establecido, tras las innumerables protestas
que han tenido lugar, ha considerado necesario dotarse de nuevos recursos
represivos.
Nos
encontramos ante una regresión, pues la nueva ley trae a la memoria la Ley de
Orden Público de 1959 y deja ver
una actitud dictatorial frente al ciudadano, completamente indigna de un
sistema democrático. El ciudadano, en efecto, se ve
expuesto a sufrir una represión directa sobre su persona y sobre su bolsillo, según
unos principios de arbitrariedad que hielan la sangre.
Se
trata de legalizar las devoluciones en caliente, de mantener a raya a los gamberros, a los vendedores ambulantes y a los que hurgan en la basura, pero, sobre todo, de amedrentar al ciudadano disidente, entendiendo por tal no solo al que
es capaz de quemar un contenedor o liarse a pedradas con la autoridad, de suyo
siempre fuera de la ley, sino al disidente pacífico, el verdadero protagonista
de las manifestaciones de protesta y huelgas habidas hasta la fecha. Habrá a disposición del poder un
tétrico surtido de multas (tremebundas) y de penas de cárcel (desproporcionadas), y
encima se podrán dar palos a discreción in situ.
Esto quiere decir que el
poder, que ya ha liberalizado el espionaje de las comunicaciones, se prepara
para hacer frente a tiempos difíciles. No habiendo propósito de enmienda en
orden al gran proyecto de seguir desplumándonos en beneficio de una minoría,
nada tiene de sorprendente que se incurra en esta regresión. Que lo que esa
minoría se trae entre manos nunca fue posible por las buenas lo sabemos desde
las jefaturas del neolítico. Allí donde la riqueza no se distribuye, allí donde
se actúa en beneficio de una camarilla, la violencia y la arbitrariedad desde
arriba se han impuesto indefectiblemente, con horribles resultados.
La nueva ley de seguridad ciudadana viene a revelarnos con la
mayor crudeza hacia dónde vamos y, de paso, la ausencia de un proyecto
constructivo y la mala conciencia de nuestros gobernantes. Se da la circunstancia
de que en este país la gente ha demostrado ser, cívicamente hablando, muy
superior a ellos, como han acreditado las protestas, las mareas y las marchas
de la dignidad, así como el hecho incontestable de que, a pesar de la rabia y
la frustración acumuladas, no se hayan oído aquí las llamadas a la acción
violenta que nunca suelen faltar en situaciones de flagrante injusticia como la
que estamos viviendo (recuérdese, por favor, que la Declaración Universal de
los Derechos Humanos da por sentado que de la injusticia puede derivarse una
rebelión violenta y legítima). El país, muy resabiado, desea que las cosas se
hagan de manera razonable y pacífica. De modo que no se merece el desprecio que
comporta la nueva ley, plagada de segundas intenciones.