Llega a Madrid la Marcha Negra de los mineros del carbón. La arrogancia del gobierno, incapaz de
dialogar, incapaz de hacerse cargo de las justas razones de quienes se están
manifestado estos días en las cuencas mineras, revela un modo de ser, ya imposible de disimular, y promete calamidades para todos,
mineros y no mineros.
En
lugar de hacerse seguir hasta la catedral de Santiago de Compostela para que el
mundo entero le viese devolver el famoso códice sustraído, el presidente Rajoy
debería haberse hecho seguir hasta las boca del Pozo Candín. ¿Pero qué les iba
a decir a los mineros? Nada de nada. Este gobierno sólo sabe poner a la gente
entre la espada y la pared, mientras repite su viejo mantra, su esto es lo que
hay, la fórmula dictatorial por antonomasia.
Si
queremos averiguar lo que nos espera a
todos, visto lo visto (incluidos los sucesos de Pola de Lena), haríamos
bien en tomar nota de que este gobierno cree que todo se puede encubrir con sofismas, y de que confía su suerte a la eficacia del brazo
represor del Estado, al que no duda en movilizar. Políticamente hablando, electroencefalograma
plano.
Precisamente el caso de la minería del carbón es de lo más ilustrativo.
¿Desde hace cuánto tiempo se sabe que tiene los días contados? ¡Desde hace
años! ¿Y qué se ha hecho, pensando en el
futuro de los mineros? Nada. Bueno, sí, algo: tomar a guasa lo acordado por
el Estado, esto es, darles un hachazo aquí y ahora sin pensar en las
consecuencias. Si el gobierno no cede ante las justas demandas
de los mineros, hará bien en considerarse acabado. Demasiado clara quedaría su esencial debilidad, tan clara como su sumisión al servicio indecente de un puñado de oligarcas de dentro y de fuera.