“Hasta siempre, Penella”, recuerdo
que me dijo al despedirnos, y la
frase regresa a mí, ahora que ha muerto, con sus resonancias de entonces, ya en
el plano de lo irremediable.
Llevo muchos años de
estudio en el laberinto de nuestro siglo XX y escribir la biografía de Fraga ha sido para mí
una experiencia enriquecedora, se diría que necesaria (Véase Manuel Fraga Iribarne y su tiempo,
Planeta 2009). La idea surgió de mí, y no de él como se cree; no tuvo nada de
encargo, ni las servidumbres que se asocian a los encargos.
Debo decir que Fraga me
abrió la puerta de su despacho del Senado a sabiendas de que no pertenezco al
PP y de que, en puntos capitales, mi perspectiva no podría de ninguna manera
coincidir por la suya, por venir yo marcado por las enseñanzas de Dionisio
Ridruejo. Creo que confió en mí porque había leído mis escritos anteriores, seriamente trabajados. Quizá aceptó el reto por estar un poco cansado de los elogios de sus amigos
escritores y de la estrechez de miras de sus detractores profesionales.
Me
dijo que respetaría mis opiniones y que se limitaría a corregir los datos
erróneos. Se lo leyó todo, línea a línea, bolígrafo en mano, pero sin
entrometerse, sin censurar tales o cuales interpretaciones, atento a los
errores y hasta a las erratas.
Fue
paciente y tolerante, nada quisquilloso. Y sólo así se explica que yo pudiese
ser su biógrafo, como lo he sido de Ridruejo, de Nietzsche o de Franz Kafka. El
libro es el resultado de una aproximación aparentemente imposible entre dos
personas muy distintas, de generaciones muy distanciadas en el tiempo, de
distinta sensibilidad, y creo que en ello radica su encanto.
Se sobreentiende que intenté ponerme en su piel, como buen biógrafo. Nuestro común interés por la filosofía favoreció la comunicación, pues nos sirvió de terreno de encuentro y de recreo incluso. Quedó claro para mí que el personaje y su evolución no se pueden separar con provecho de su basamento aristotélico-tomista.
Se sobreentiende que intenté ponerme en su piel, como buen biógrafo. Nuestro común interés por la filosofía favoreció la comunicación, pues nos sirvió de terreno de encuentro y de recreo incluso. Quedó claro para mí que el personaje y su evolución no se pueden separar con provecho de su basamento aristotélico-tomista.
Puedo asegurar que seguir a Fraga a lo largo de su dilatada carrera
permite contemplar la historia de nuestro siglo XX desde una perspectiva
imprescindible, sea uno de izquierdas o de derechas; imprescindible, digo bien,
si de lo que se trata es de
comprender y de aprender de ella.
Creo que Fraga fue un modernizador,
siempre a partir de lo dado. Le debemos la entrada de España en la UNESCO, la
introducción de la sociología, un saber indispensable para captar la evolución
del los tiempos, la Ley de Prensa, comienzo del deshielo político, el impulso
que dio a la televisión, que se ocupó de hacer llegar a los pueblos, la
apertura turística, fuente del fenómeno de difusión cultural que nos puso al
día, y le debemos también algo que parecía imposible, a saber, la
transformación de una derecha antidemocrática en una derecha capaz de
participar en el juego político de una sociedad abierta.
Cuanto más reflexiono sobre ello, más claro me parece que Fraga fue, en
términos históricos, un golpe de suerte para todos nosotros, seamos de derechas
o de izquierdas.
No
quiero ni pensar qué habría sido de la Transición si por el lado derecho sólo
hubiéramos podido contar con las otras figuras disponibles en ese campo y
momento, con Silva Muñoz, con Fernández de la Mora, con López Rodó o con
Martínez Esteruelas… Fraga fue el
único de los personajes del régimen franquista que demostró ser algo más que un
“gran funcionario”, el único capaz de volar por sus propios medios, el único
capaz de mantener el timón con sentido de futuro. Si sólo hubiésemos contado
con aquellos, qué torcida podría haber salido la Transición. Si uno piensa
en lo mal que le sentó a la
República el errático comportamiento de Gil Robles, tiene que reconocer que,
con Fraga, tuvimos muchísima suerte.
Fraga fue capaz de construir un partido de ancha base desde abajo, tarea
dificilísima, en la que fracasaron estrepitosamente Suárez, Garrigues, Roca con muchos medios y desde arriba. ¿Y cómo lo consiguió, ya que no fue a fuerza de dinero? Con
claridad de ideas y gracias a su carisma personal. ¿Se imagina a
alguien al conde de Motrico yendo de plaza en plaza, dejándose tocar, abrazar y
besar por las gentes, echando tragos de los botijos y las botas que le salían
al paso? Yo no. Y convencido estoy
de que ni Aznar ni Rajoy hubieran sido capaces de crear el PP.
Naturalmente, una y otra vez se recuerdan los “puntos negros” de Fraga, los casos
de Grimau y de Ruano, los horrores de Vitoria y de Montejurra, en primer lugar,
y en general su negativa desmarcarse de su pasado franquista, sus ramalazos
autoritarios, su condescendencia
con Pinochet, su aversión al preservativo y tales o cuales frases destempladas,
como la que recomendaba “colgar” sin más a determinados criminales, según la
fórmula antaño aplicada a los piratas…
Por mi parte, en una segunda lectura, sospecho que tales “puntos negros”, que limitaron su
proyección electoral, que le impusieron un techo que no pudo superar, tuvieron,
por extraño que parezca, un efecto positivo en el plano histórico: potenciaron
su carisma ante las personas necesitadas de una puesta al día, de pronto huérfanas y necesitadas de un
“hombre fuerte”.
Resulta que para muchos españoles de derechas esos antecedentes y esos rasgos,
tan desagradables para otros –también para mí–, caracterizaban a un líder de
confianza. Y si este líder, con ese pasado, aceptaba la Constitución y el juego
democrático, esto quería decir que una y otro eran aceptables. Y así fue que
pudo Fraga cumplir su misión histórica.
A lo que hay que añadir una particularidad notable: su capacidad para
atraerse a personas de distintas sensibilidades. Fraga, como he tenido
oportunidad de comprobar reiteradamente y de lo que me beneficié yo mismo como biógrafo, no carecía de una considerable mano
izquierda, sin la cual jamás habría podido ganar para su partido un basamento tan
ancho, ni tampoco centrarlo. Con
su pasado y con sus rasgos autoritarios simplemente, se habría quedado como
líder de la derecha dura, y el partido ya habría sucumbido a los avatares de la
historicidad.
Creo que era plenamente consciente de que la transformación de la
derecha antidemocrática en una derecha normal fue su gran realización, ante la
cual su derrota como aspirante a la presidencia del gobierno carecía de
importancia. Será recordado, creo, junto a Cánovas del Castillo, proximidad de
su gusto, bien entendido que él, a diferencia del mago de la Restauración,
carecía del registro elitista, como carecía de eso que se llama miedo al pueblo
llano, del que se sentía servidor. Descanse en paz.