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miércoles, 4 de julio de 2018

¿ADÓNDE VA EL PARTIDO POPULAR?

    Según José Manuel García Margallo el Partido Popular es “un yermo ideológico”. De los candidatos a suceder a Rajoy, el ex ministro parece el único que  dispone de los haberes intelectuales del partido fundado por Manuel Fraga y se comprende que lamente la negativa a un debate como Dios manda.
    Ahora bien, esto del “yermo ideológico” se las trae. El yermo es más aparente que real: desde los tiempos de Aznar el PP está atado de pies y manos al abecé neoliberal y a los poderes fácticos que lo utilizan como tapadera intelectual. El yermo oculta una ideología, casi una religión.
    El Partido Popular original tenía varios registros, el liberal, el social-liberal, el neoliberal, el democristiano y el socialdemócrata y, por lo tanto, una buena equipación para resistir los embates de la historicidad. Así lo quiso Manuel Fraga, el creador del invento.  La transformación de la derecha antidemocrática en una democrática, su ampliación y centramiento se hizo con esos mimbres, para nada ajenos a su sensibilidad. (Se ha querido discutir la sensibilidad social de Fraga, pero es inútil. La tuvo, por sus orígenes y por su formación.)
    Como  no quería que su partido acabase como UCD, proscribió las facciones; como no quería una formación cadavérica, se rodeó de personas de diversa sensibilidad política, y dejó que a su alrededor orbitaran varias fundaciones de filiación diversa. Luego, en cuanto asumió que tenía un techo electoral, dio vía libre a las primeras elecciones internas, que dieron vencedor a Hernández Mancha. 
    Se da por supuesto que Fraga derrocó a Mancha porque se aburría o por pura ambición personal, lo que es falso. Lo peor no era que Mancha no diese la talla o que despachase asuntos importantes mientras jugaba obsesivamente al billar. Fraga recuperó el poder porque Mancha, al principio ideológicamente indeciso o simplemente confuso, resolvió aplicar la fórmula de la “doble ruptura” de la derecha neoliberal francesa (consistente en atacar simultáneamente el socialismo y el paternalismo heredado de De Gaulle). Fraga no aceptó la transposición de esta batalla a términos españoles. Defenestró a Mancha, pero no para quedarse. 
    Pensó que la mejor solución era confiar el partido a Isabel Tocino, pero luego, presionado por algunos pesos pesados, designó sucesor a José María Aznar. Este joven prometedor se distinguía por sus buenas relaciones con todas y cada una de las diversas corrientes que cohabitaban en la trastienda del partido. Era, por lo tanto, un buen candidato a sucederle. Y  ocurrió lo impensable: Aznar hizo valer su poder absoluto para imponer un plato intelectual único. Las fundaciones que habían dado vida a la pluralidad se vieron fundidas en una sola, la FAES, rápidamente conectada a los puntos de recarga ideológica norteamericanos (American Enterprise Institute, Cato Institute, Heritage, etc.), campeones del capitalismo salvaje y, simultáneamente, de la Moral Majority, el The Party y parecidos artilugios que de liberales no tienen un pelo.  
    Estoy en condiciones de afirmar que ese giro hacia el neoliberalismo produjo no poca desazón a Manuel Fraga, consciente de lo que se perdía y de que era una manera de desnaturalizar el partido, de jugar su futuro a una sola carta, para colmo antisocial. 
    No es de extrañar que el partido se haya visto inmerso en tantos casos de corrupción –el neoliberalismo tiene a gala no respetar lo público e idolatrar el dinero–, como no es de extrañar que a la vuelta de los años, no haya debate posible. Las milongas sobre la creación de riqueza, la sociedad del propietarios y el capitalismo popular ya no se las cree nadie, de modo que mejor ni mentarlas. En plena ola de recortes austericidas, sin ningún conejo en la chistera, el neoliberalismo ya ha dado la cara. Mejor un desfile de candidatos, un aquí estoy yo, mejor unas simples puyas, mejor el chismorreo.
   Ya es una gran cosa que la candidata Soraya Sáenz de Santamaría declare que no es socialdemócrata, que es liberal. Sería excesivo pedirle que anteponga el neo de rigor 
(a los neoliberales les gusta llamarse liberales a secas). Dice, sí, disponer de principios de la democracia cristiana (no dice cuáles) y nos habla de “cierta atención, que deriva de nuestros principios económicos, al bienestar social  y la política social”. 
    Total, nadie se va a molestar por la inversión típicamente neoliberal, ni siquiera un lapsus: ni la política social ni el bienestar social determinan la política económica; al contrario, esta determina “cierta atención” a estos rubros, entendidos como secundarios (tal como reflejan las amargas realidades sociales que los populares niegan con una obstinación que les distingue y que ha llegado a irritar a millones de ciudadanos). Como todo indica que María Dolores de Cospedal y Pablo Casado andan en lo mismo, los escasos afiliados autorizados a votar tendrán que decidir según querencias personales que no dan de sí lo suficiente como para hablar de una refundación.
   Así pues, el porvenir del PP es bastante oscuro. Ha querido el destino que sirviese al un movimiento global  a favor del capitalismo salvaje cuya especialidad es  hacer picadillo  no solo a los partidos que se le oponen sino también a los que le han entregado su alma.
    

lunes, 23 de enero de 2012

MANUEL FRAGA IRIBARNE

   “Hasta siempre, Penella”, recuerdo que me dijo  al despedirnos, y la frase regresa a mí, ahora que ha muerto, con sus resonancias de entonces, ya en el plano de lo irremediable.
      Llevo muchos años de estudio en el laberinto de nuestro siglo XX y escribir  la biografía de Fraga ha sido para mí una experiencia enriquecedora, se diría que necesaria (Véase Manuel Fraga Iribarne y su tiempo, Planeta 2009). La idea surgió de mí, y no de él como se cree; no tuvo nada de encargo, ni las servidumbres que se asocian a los encargos.
     Debo decir que Fraga  me abrió la puerta de su despacho del Senado a sabiendas de que no pertenezco al PP y de que, en puntos capitales, mi perspectiva no podría de ninguna manera coincidir por la suya, por venir yo marcado por las enseñanzas de Dionisio Ridruejo. Creo que confió en mí porque había leído mis escritos anteriores, seriamente trabajados. Quizá aceptó el reto por estar un poco cansado de los elogios de sus amigos escritores y de la estrechez de miras de sus detractores profesionales.
    Me dijo que respetaría mis opiniones y que se limitaría a corregir los datos erróneos. Se lo leyó todo, línea a línea, bolígrafo en mano, pero sin entrometerse, sin censurar tales o cuales interpretaciones, atento a los errores y hasta a las erratas.
    Fue paciente y tolerante, nada quisquilloso. Y sólo así se explica que yo pudiese ser su biógrafo, como lo he sido de Ridruejo, de Nietzsche o de Franz Kafka. El libro es el resultado de una aproximación aparentemente imposible entre dos personas muy distintas, de generaciones muy distanciadas en el tiempo, de distinta sensibilidad, y creo que en ello radica su encanto. 
     Se sobreentiende que intenté ponerme en su piel, como buen biógrafo. Nuestro común interés por la filosofía favoreció la comunicación, pues nos sirvió de terreno de encuentro y  de recreo incluso. Quedó claro para mí que el personaje y su evolución no se pueden separar con provecho de su basamento aristotélico-tomista.
     Puedo asegurar que seguir a Fraga a lo largo de su dilatada carrera permite contemplar la historia de nuestro siglo XX desde una perspectiva imprescindible, sea uno de izquierdas o de derechas; imprescindible, digo bien,  si de lo que se trata es de comprender y de aprender de ella.
      Creo que Fraga fue un modernizador, siempre a partir de lo dado. Le debemos la entrada de España en la UNESCO, la introducción de la sociología, un saber indispensable para captar la evolución del los tiempos, la Ley de Prensa, comienzo del deshielo político, el impulso que dio a la televisión, que se ocupó de hacer llegar a los pueblos, la apertura turística, fuente del fenómeno de difusión cultural que nos puso al día, y le debemos también algo que parecía imposible, a saber, la transformación de una derecha antidemocrática en una derecha capaz de participar en el juego político de una sociedad abierta.
     Cuanto más reflexiono sobre ello, más claro me parece que Fraga fue, en términos históricos, un golpe de suerte para todos nosotros, seamos de derechas o de izquierdas.
    No quiero ni pensar qué habría sido de la Transición si por el lado derecho sólo hubiéramos podido contar con las otras figuras disponibles en ese campo y momento, con Silva Muñoz, con Fernández de la Mora, con López Rodó o con Martínez Esteruelas…  Fraga fue el único de los personajes del régimen franquista que demostró ser algo más que un “gran funcionario”, el único capaz de volar por sus propios medios, el único capaz de mantener el timón con sentido de futuro. Si sólo hubiésemos contado con aquellos, qué torcida podría haber salido la Transición. Si uno piensa en  lo mal que le sentó a la República el errático comportamiento de Gil Robles, tiene que reconocer que, con Fraga, tuvimos muchísima suerte. 
     Fraga fue capaz de construir un partido de ancha base desde abajo, tarea dificilísima, en la que fracasaron estrepitosamente Suárez, Garrigues, Roca  con muchos medios y desde arriba. ¿Y cómo lo consiguió, ya que no fue a fuerza de dinero? Con claridad de ideas y  gracias a  su carisma personal. ¿Se imagina a alguien al conde de Motrico yendo de plaza en plaza, dejándose tocar, abrazar y besar por las gentes, echando tragos de los botijos y las botas que le salían al paso? Yo no. Y convencido estoy  de que ni Aznar ni Rajoy hubieran sido capaces de crear el PP.
     Naturalmente, una y otra vez se recuerdan los  “puntos negros” de Fraga, los casos de Grimau y de Ruano, los horrores de Vitoria y de Montejurra, en primer lugar, y en general su negativa desmarcarse de su pasado franquista, sus ramalazos autoritarios, su  condescendencia con Pinochet, su aversión al preservativo y tales o cuales frases destempladas, como la que recomendaba “colgar” sin más a determinados criminales, según la fórmula antaño aplicada a los piratas…
     Por mi parte, en una segunda lectura,  sospecho que tales “puntos negros”, que limitaron su proyección electoral, que le impusieron un techo que no pudo superar, tuvieron, por extraño que parezca, un efecto positivo en el plano histórico: potenciaron su carisma ante las personas necesitadas de una  puesta al día, de pronto huérfanas y necesitadas de un “hombre fuerte”.  
     Resulta que para muchos españoles de derechas esos antecedentes y esos rasgos, tan desagradables para otros –también para mí–, caracterizaban  a un líder de confianza. Y si este líder, con ese pasado, aceptaba la Constitución y el juego democrático, esto quería decir que una y otro eran aceptables. Y así fue que pudo Fraga cumplir su misión histórica.
     A lo que hay que añadir una particularidad notable: su capacidad para atraerse a personas de distintas sensibilidades. Fraga, como he tenido oportunidad de comprobar reiteradamente y de lo que me beneficié yo mismo como biógrafo, no carecía de una considerable mano izquierda, sin la cual jamás habría podido ganar para su partido un basamento tan ancho, ni  tampoco centrarlo. Con su pasado y con sus rasgos autoritarios simplemente, se habría quedado como líder de la derecha dura, y el partido ya habría sucumbido a los avatares de la historicidad. 
     Creo que era plenamente consciente de que la transformación de la derecha antidemocrática en una derecha normal fue su gran realización, ante la cual su derrota como aspirante a la presidencia del gobierno carecía de importancia. Será recordado, creo, junto a Cánovas del Castillo, proximidad de su gusto, bien entendido que él, a diferencia del mago de la Restauración, carecía del registro elitista, como carecía de eso que se llama miedo al pueblo llano, del que se sentía servidor. Descanse en paz.