No deja de ser penosamente instructivo que el mismo día en que tocaba celebrar un nuevo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), nos tengamos que ver con la pieza oratoria que el presidente Barack Obama pronunció en Oslo.
El flamante premio Nobel de la Paz ha hecho saber al mundo que debemos contarlo entre los defensores de la “guerra justa”, cuyos requisitos –esto no lo dijo– fueron establecidos allá por el siglo XIII. El problema, desde entonces, han sido precisamente las guerras justas, no en la teoría sino en la práctica. Imbuido un jefe militar de la creencia de que está librando una guerra justa, ¿quién lo va a parar? Tenemos mucha y muy triste experiencia al respecto.
A juzgar por la pieza oratoria de Oslo, bien se ve que Obama es un avezado jurista, que sabe matizar, que trata de hacerse entender, que procura mostrarse ecuánime, pero precisamente por ello el resultado se puede considerar más inquietante que la impetuosa tosquedad de su predecesor, el cristiano renacido George W. Bush. No debo ocultar mi preocupación. Junto al oscurantismo religioso, nos ronda otro no menos deletéreo, de orden puramente intelectual, de mal pronóstico también. ¿Se puede confundir el ejemplo de Mohadas Gandhi o de Martin Luther King, hombres grandes de verdad, con… el de Ronald Reagan? Obama acaba de hacerlo, con naturalidad pasmosa.
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