La
cita que viene a continuación procede de Jeremy Bentham (1748-1832), es decir de
la época inaugural del capitalismo salvaje, hacia cuyas coordenadas nos vemos empujados
por horda neoliberal y neoconservadora.
“La pobreza
–escribía Bentham– es el estado de cualquiera que, para subsistir, se ve
obligado a trabajar. La indigencia es el estado de aquel que, siendo desposeído
de la propiedad, está al mismo tiempo incapacitado para el trabajo, o es
incapaz, incluso trabajando, de procurarse los medios que necesita.”
No hace tanto tiempo, al traer a
colación esta cita en ambientes cultos o semicultos de tipo bienpensante, yo
cosechaba alguna sonrisa despectiva, como si la cosa no fuese con ninguno de
los presentes. ¡Qué arcaico ese tal Bentham! ¡Vivir sin trabajar como
prueba de no-ser-pobre!
El problema es que ya hemos retrocedido hasta el punto de que Bentham
vuelve a dar en el clavo. Hoy, cuando millones de ciudadanos han descubierto de
súbito que la ruina estaba allí mismito, delante de la nariz, y que todo
dependía del sueldo, para nada seguro, se acabaron las bromas. Ya no queda
ánimo ni para el buen humor negro de toda la vida.
Sin
ir más lejos, yo tengo que apechugar con mi condición de indigente. Claro que, siendo
un escritor, no es de extrañar. Acostumbrado estoy a llevar en mi pecado la
espantosa penitencia.
Pero
aquí el problema no soy yo, ni los de mi especie. Lo gravísimo es que millones
de personas trabajadoras y sensatas de diversas edades se vean condenadas a la
miseria.
Porque no creo que tarden mucho en recordar lo que escribió
Fichte, contemporáneo de Bentham: “Aquel que no tiene con qué vivir no debe
reconocer ni respetar la propiedad de los otros, ya que los principios del
contrato social han sido violados en su contra.” La regresión tiene un precio y
las lecciones de la historia son abrumadoras tanto para los esclavos como para
los amos. Vamos en línea recta hacia la descarnada repetición de las viejas confrontaciones.
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