Por un lado tenemos a quienes
consideran que la Transición es digna de una admiración sin límites, por el
otro a sus detractores, que la consideran el apaño oligárquico que nos ha
llevado al presente estado de cosas.
Y
como son precisamente los defensores de la Transición quienes defienden también
el status quo, lo que se lleva entre gentes progresistas es condenarla, como
pecado original de esta democracia de calidad menguante.
Se pueden poner muchas pegas
a la Transición, pero, ¿de qué otra manera se hubiera podido pasar de aquella dictadura
a la democracia? Dadas las circunstancias, la Transición, que no fue obra de un
solo hombre, ni tampoco de una camarilla, merece ser recordada como un éxito
colectivo. Creo que las cosas se torcieron después.
Cuando los tramos más peliagudos habían quedado atrás, superados, el impulso
democratizador empezó a fallar. Lo que no se hizo durante la Transición, ya no se hizo, ni siquiera algo tan
elemental como restituir la dignidad de los que todavía yacen en las cunetas.
De
la necesaria adaptación a las circunstancias que hizo posible la Transición se
pasó, en poco tiempo, a un permanente ejercicio de acomodo a los intereses del
poder más cutre y egoísta.
Y
no nos engañemos: no cabe echarle la
culpa a Adolfo Suárez, ni tampoco a Leopoldo Calvo-Sotelo. El proceso
degenerativo dio comienzo durante el dilatado mandato de Felipe González. El
acomodo del PSOE a dicho poder cutre fue tan patético que el PP se pudo dar el
lujo de prescindir del contenido social que formaba parte de la herencia de
Manuel Fraga.
Según
los sociólogos, el país se encontraba en las coordenadas del centro izquierda,
pero los partidos hegemónicos, aprovechándose de la relajación general, se
fueron juntos, ladinamente, hacia la derecha pura y simple, ya satisfechos con
el compadreo en las alturas y con la vista puesta en las puertas giratorias.
Si
la Transición estuvo marcada por el aire de los años sesenta y setenta, un aire
progresista y justiciero, lo que vino después se vio determinado por la corriente neoliberal, a la que el
PSOE y el PP sucumbieron sin la menor personalidad. Mientras la gente
disfrutaba por primera vez de los usos de una sociedad abierta, durmiéndose en los laureles y confiando
tontamente en sus representantes electos, estos partidos abrieron la puerta no
sólo a las obsesiones neoliberales en materia económica. Se la abrieron también
a la burda filosofía neoliberal y a los modos y maneras de la mercadotecnia
política de importación, de devastadores efectos sobre cualquier democracia
pero fatales para una democracia de tan corto recorrido y tan cortas raíces como
la nuestra.
Si
se puede afirmar que tuvimos la inmensa suerte de que la Transición tuviese
lugar cuando el espíritu de los sesenta y setenta seguía vigente en el ancho
mundo, tuvimos la desgracia de que nuestra joven democracia se diera de bruces
con el neoliberalismo, un movimiento desnacionalizador, oligárquico, antisocial
y esencialmente antidemocrático. Echarle la culpa a la Transición es una forma
de eludir responsabilidades y de ocultar la aberrante gestión de su legado.
Desde
los mismos orígenes del sistema democrático moderno se ha venido repitiendo una
jugada consistente en otorgar a los pueblos unos maravillosos derechos a cambio
de arrancarles una legitimidad encaminada a mejor desplumarlos bajo el imperio
de la ley, como ya se vio en los celebrados casos de Inglaterra y Estados
Unidos hace más de doscientos años. Pero creo que nos podríamos haber ahorrado la
conocida trampa de no mediar el desfallecimiento culpable de la voluntad
democratizadora que hizo posible la Transición. ¿Dónde estaba escrito que el
PSOE tuviera necesariamente que pasarse de rosca?
Hoy se habla mucho de la necesidad de emprender una Segunda Transición.
Suena bien, pero me da grima que tal cosa se plantee cuando la Bestia
Neoliberal no ha sido vencida. No vaya a ser que acabe por imponernos su
lógica, porque en tal caso perdidos estaremos y lo que hasta la fecha es
inconstitucional, será perfectamente legal. Desplumados y acosados, acabaríamos
aborreciendo la democracia liberal tanto como Marx, por las mismas razones.
Y desde luego que no deja de tener su parte de sarcasmo el hecho de que
sean defensores del estatus quo quienes más se llenen la boca con bellas
palabras sobre la Transición. Que los mismos que traicionaron su sentido para
mejor medrar de espaldas al bien común la soben de esa forma es algo que,
sinceramente, me da asco.
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