Con la que está cayendo, con las
preferentes supurando, con el rescate de Bankia cargado en la cuenta del
sufrido contribuyente de hoy y de mañana, estalla el escándalo de las tarjetas fantasma. Como ya
conocemos el percal, no hay sorpresa. Preparados estamos, además, para que los
inventores y los usuarios de dichas tarjetas se vayan más o menos de rositas.
Ya sabemos que estas trapacerías se hacen, aunque no lo parezca, sin perder de
vista el filo de la navaja, resultando de ello que lo que desde la calle se ve
como estafa clarísima sea una listeza no punible desde la óptica de la
autoridad, acaso por razones de caducidad o por no haberse superado el límite
entre el pasadón y el delito propiamente dicho. Una cosa son los chorizos
y otra los chorizos de guante
blanco, siempre supuestos y sumamente huidizos.
Si nos atenemos a la formidable
serie de escándalos habidos hasta la fecha, este de las tarjetas bien podría
ser, aunque haya otros más gordos, el definitivo, el que sirva para dar por archidemostrado
lo que da de sí la mentalidad de la llamada casta, sobresaliente en
desfachatez. Y esto porque el mecanismo es, a diferencia de lo ocurrido en
casos como los de Bárcenas o Pujol, mareantes desde la calle, de una sencillez
tal que cualquiera puede entender la jugada.
Todos
sabemos qué es una tarjeta y qué un cajero. Por así decirlo, el señor Blesa y
los usuarios de las tarjetas opacas han sido pillados por la ciudadanía con las
manos en la masa, y resulta de poca relevancia que devuelvan el dinero o que
dimitan o los dimitan. La imagen ha quedado en la retina de forma indeleble. Los
pillados in fraganti representan a todos los equipos, tan entongados entre sí
que vemos confirmadas nuestras intuiciones más maliciosas e inquietantes. Que
unos hayan abusado menos que otros no suaviza el cuadro. El efecto político es devastador,
potenciado al máximo por la mezcla de personas conocidas y desconocidas,
representantes estas de los misteriosos sujetos que chupan y chupan.
Ahora se anuncia por parte de la autoridad una investigación a fondo
sobre tales tarjetas en todos los
ámbitos, Ibex incluido. Si resultase que son de uso normal no solo en Bankia,
los pillados de esta entidad podrían refugiarse en la multitud de agraciados, en una costumbre tan arraigada que no
se puede erradicar de la noche a la mañana. A saber lo que resulta de esa
tardía pesquisa; de momento, ya tenemos bastante. Se ha metido mano al dinero
ajeno, se ha burlado a Hacienda, se ha despilfarrado, se ha traicionado,
pringado, sobornado, etc., etc.
Nos vemos ante una curiosa retroalimentación
de la picaresca y el caciquismo de toda la vida y los modos neoliberales. El
resultado es una ola de inmundicia
que viene de lejos y que de momento no hay dique que detenga. El bien común no
figura en la corta lista de intereses de esa clase satisfecha, mafiosa y
chupóptera que ahora se llama casta, ya habituada a toda clase de privilegios,
ya puesta en situación de despreciar y saquear al común de los mortales con la
mayor naturalidad.
¿Se
imagina el lector al usuario de la tarjeta fantasma aproximándose de lado al
cajero, con gabardina y gafas negras? Yo no. Lo veo actuar a cara descubierta, con
la autoestima por las nubes, con una buena conciencia a toda prueba, ajeno a la
relación entre sus billetes y el sudor del prójimo.
Lo
tremendo no es el asunto de las tarjetas, sino esa naturalidad con la que se
succionan los dineros arduamente producidos por los pobres diablos que se encuentran en un plano inferior,
sometidos a otras leyes y controles. Cuando el proyecto de devolvernos al siglo
XIX se haya sido cumplido hasta sus últimas consecuencias, las tarjetas negras
serán invisibles e indetectables, y la gente común será sencillamente pobre,
como entonces. Lo de las tarjetas, siento decirlo, es un pequeño botón de
muestra, una indicación de la mentalidad subyacente. Con esa mentalidad no solo
se acaba con una caja antaño solvente y respetable, sino también con un país
hecho y derecho. ¡Lo estamos viendo!
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