Desde la Transición hasta la fecha,
descontadas las excepciones –el tono de reyerta de los "debates" parlamentarios y la bilis
negra de ciertos medios de comunicación–, el buen rollo se ha establecido
entre nosotros. Formamos parte de un pueblo experimentado y
escarmentado, que sabe lo que se juega y que por nada del mundo quiere volver a
las andadas. De ahí que el
movimiento de indignación se haya caracterizado por eso, por el buen rollo, por
las buenas maneras, mucho mejores que las de ciertos elementos de la élite política y empresarial que han sido los primeros en sembrar vientos sin pensar en las tempestades. Si indignación y civismo pueden ir de la mano, este
movimiento lo ha demostrado hasta la fecha de manera elocuente, en grado insuperable.
Pero la gran pregunta es cuánto durará el buen rollo. Como ya he dicho
alguna vez, la responsabilidad por lo que pueda ocurrir no depende solamente de
los indignados. ¿Ha sido capaz el poder establecido de responder a las
demandas, de hacerse cargo de los problemas planteados?
A los indignados les ha sido dada la callada por respuesta. Y esto, obviamente,
no ha calmado los ánimos. Todo lo
contrario. La clase política ha hecho las cosas tan mal que Cayo Lara, contra
toda lógica, fue rociado con agua e insultos en Tetuán, donde se manifestaba,
como un indignado más, para evitar un desahucio. Hay gente tan indignada que no
traga a ningún político, o no se entiende el mal rato que le
hicieron pasar.
La mano dura del catalán Puig
sólo podía servir para elevar el grado de indignación, como estamos comprobando
en estos momentos. Si al final el poder apela al “uso
legítimo de la fuerza”, como amenaza Mas, en estos momentos respaldado desde Madrid,
el buen rollo se podrá dar por terminado, si es que no debemos darlo por ya finiquitado, a la vista de los heridos de las últimas horas.
El ninguneo y el maltrato darán
la razón a los elementos más radicalizados del movimiento, hasta la fecha atados
en corto desde dentro. Y en el supuesto
de que éste consiga que la indignación no se salga de madre, pueden
surgir otros problemas clásicos.
Me refiero a la aparición de los provocadores de pago, llamados a actuar con el fin de justificar
el “uso legítimo de la fuerza”. No sería la primera vez que sucede. Y también,
desde luego, hay que contar con los provocadores de extrema derecha. En Barcelona han sido detectados varios personajes que dan mucho que pensar.
Ya ha dado comienzo es la descalificación del movimiento, que si huele a
porro, que si no se atiene a la ley, que si ocupa espacios públicos, que no
respeta a los parlamentarios democráticamente elegidos, que si holgazanes, que si mastuerzos, que si cuatro gatos, etc. Naturalmente, con estas cominerías, con estos golpes bajos, no se va a ninguna parte. La
indignación está más que justificada y esto lo sabemos todos, no sólo los cinco
millones de parados, siendo obvio que la legitimidad democrática no se puede usar indefinidamente para pisotear en bien común. ¿Por qué creemos que los indignados catalanes se han manifestado ante el parlamento autonómico, algunos de ellos ya airados? Por los recortes sociales que figuran en la agenda política oficial, no por capricho, no por capricho, no por capricho...