El
destino de los inocentes ofrece una clara
indicación sobre el nivel moral de los asuntos humanos. A juzgar por los hechos
de nuestro tiempo, la humanidad, por lo que se refiere a sus rectores visibles
e invisibles, ha recaído en un grado de barbarie digno de los tiempos de
Auschwitz e Hiroshima. No es extraño, por lo tanto, que nos veamos invitados a
hacer la vista gorda, a consentir e incluso a aplaudir con una mentalidad para
nada distinta de la que hizo posible tamañas aberraciones. La Declaración Universal de los Derechos
Humanos (1948) no se habría materializado hoy. Y pensado en ella, confirmando
lo que aquí afirmo, cierta afamada colaboradora de los think-tanks neoliberales ha dicho que le parecen “un cuento de hadas”.
Ya no estamos hablando de
barbaridades puntuales del poder establecido, ejecutadas más o menos a
escondidas, típicas de los “treinta gloriosos”. Hablamos de acciones de gran envergadura perpetradas con descaro por elementos que ni se
toman el trabajo de esconder la mano. Hasta deben considerar estupendo que
la humanidad palidezca ante el despliegue de su poder, tanto más aterrador
cuanto más desprovisto de lo que se entiende por altura de miras. La barbarie
económica y barbarie militar que padecemos son de pésimo pronóstico, vistas las
cosas desde la perspectiva de los inocentes, la única que debería interesarnos.
Los atentados de París
pertenecen a la categoría de los que se condenan por sí solos. Fueron perpetrados contra personas como
usted y como yo, a las que pretendieron confundir con cruzados a sabiendas de
que eran inocentes. Si el asesinato es aborrecible aunque se perpetre en nombre
de ideas políticas o religiosas, la
elección arbitraria de las víctimas representa el colmo de la atrocidad. Y en
ello andamos.
Para la humanidad el problema no es que un puñado de elementos con el
cerebro lavado lleguen a ese extremo repugnante, pues ella va muy sobrada de
anticuerpos contra tales sujetos. El problema, ya gravísimo, es que sus máximos
dirigentes sean cultores de la misma lógica de la atrocidad a una escala
incomparablemente mayor, como prueban los arrasamientos de ciudades y países
enteros con fines geoestratégicos y económicos indeciblemente rastreros. La estatura moral de una época no se
deduce de las acciones de un puñado de criminales desnortados, sino de la
lógica del poder establecido, en nuestro caso atroz.
La famosa guerra contra el terror iniciada por Bush se ha cobrado ya no
menos de dos millones de víctimas en Afganistán e Irak, inocentes en su inmensa
mayoría. Lo que digo: la lógica de la atrocidad. La que se usó en Libia y la que se viene empleando en Siria,
donde se quiso repetir la jugada.
Ninguna sociedad está libre
de que en su seno se forme algún grupo de locos asesinos, pero es gravísimo que
gentes que se dicen civilizadas se pongan a dar lecciones de inmoralidad a los elementos
que pueda haber por ahí en disposición de convertirse en tales. En este punto
estamos con la autoridad moral por los suelos. Sin vergüenza y sin propósito de
enmienda.
Pero no se crea
que a esta situación se ha llegado en un día. El neoliberalismo y el
neobelicismo han ido de la mano durante años, llevándose por delante todos los
avances de la humanidad.
Allá por el año 1986 se
produjo un hecho sintomático, un anticipo de lo que vendría. Ronald Reagan, “un campeón de las libertades”,
decidió aprovechar la muerte de dos
soldados americanos en un confuso incidente acaecido en un club nocturno
berlinés. Se difundió la especie de que la seguridad de los Estados Unidos se
encontraba en peligro. Se anunció una inminente una invasión de los
sandinistas… precedida por una sucesión atentados terroristas perpetrados por agentes libios, unas
mentiras risibles que llevaron a miles de americanos a la correspondiente
paranoia. Seguidamente, de manera
por completo ilegal, Estados Unidos bombardeó Trípoli y Benghazi, matando a no
menos de cien personas. ¿Qué
tenían que ver esas personas con el incidente del bar berlinés? ¡Nada en
absoluto! ¿Y los derechos humanos? ¡Al diablo con ellos! Y el mundo se lo tragó con patatas. Sí,
se tragó esa represalia en plan Lídice, con los resultados que eran de prever.
Sólo tres años después, cuando le entraron
prisas por raptar a Manuel Noriega, Bush senior invadió Panamá, previo bombardeo. ¡Otra
vez lo mismo! Noriega, colaborador de la CIA, viejo conocido de Bush, fue repintado para la ocasión: un
monstruo en calzoncillos rojos que esnifaba coca mientras hacía vudú. Murieron
unos 4.500 panameños; no menos de veinte mil personas se quedaron sin hogar. No
hubo reacción tampoco, y no se tomó en consideración, como nos habría exigido
Tucídides, el espinoso tema del Canal, verdadero motivo del sangriento
atropello. Pronto nos veríamos ante
la novedosa expresión “bombardeos humanitarios”. Ya estaba a punto el modus
operandi que tomó como pretexto los atentados del 11-S para dar alas a la “destrucción creativa”.
No, no hemos llegado
de la noche a la mañana a la presente degradación. El problema de fondo es la lógica de la atrocidad, la mismita que
creíamos haber dejado atrás en 1945. El valor del ser humano se ha venido
abajo. Asistimos a una escalada de barbarie, con un imparable aumento de los
“daños colaterales”, que ya forman parte de la banalidad del mal de nuestro
tiempo. El destino reservado a los inocentes no puede ser peor. Si logran
salvar el pellejo y llegar a nuestras sociedades, mejor no pensar en lo que les
espera. Nótese que ya hay gente inteligente y sensible que apuesta por acabar
con el Estado Islámico sin pensar, ni por un momento, en los inocentes que se
encuentran bajo su ocupación. ¡Como si aquí debiéramos dar por sobreentendido
que carecen de importancia y que la clave de todo es bombardear más y mejor! Es
de lamentar que esa gente no se percate de que tal como sean tratados los
inocentes de regiones remotas seremos tratados todos.