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sábado, 24 de diciembre de 2011

EL GOBIERNO DEL MUNDO COMO ESPEJISMO


     Hace más de cien años Nietzsche anunció el fin de la “política pequeña” y el advenimiento del “gobierno del mundo”.  Y en vista de lo que está pasando, contemplada la poquedad de los gobernantes ante los mercados, ya apercibidos todos de que unos  y otros actúan sistemática y mancomunadamente  en perjuicio del bien común, es muy comprensible el ciudadano se pregunte quién diablos mueve los hilos. Grave pregunta: es imposible poner nombre y apellido  al responsable o responsables, y parece irritante que sólo se pueda señalar con el dedo a cierta "alta burguesía financiera", de la cual el señor Draghi no pasa de ser un criado. 
    Tampoco se va a ninguna parte señalando a los Estados Unidos, pues el país en cuanto tal se encuentra entre las víctimas. Por así decirlo, la responsabilidad se ha desnacionalizado y suena a arcaísmo culpar a "los gringos" o a los "boches". Y desde luego, la época de los grandes hombres ha pasado: Obama  sólo es el personaje más poderoso de la tierra en sentido figurado. Creo que por  eso es tan fácil caer en la tentación de atribuir "el gobierno del mundo"  a tales o cuales grupos misteriosos de alcance transnacional.
    La Trilateral, el Club de Bilderberg,  Wall Street,  Goldman Sachs y el complejo militar-industrial norteamericano han hecho méritos más que suficientes para cargar con las sospechas.  Oigo decir  que ellos "gobiernan el mundo". No sé quién me llamó la atención sobre la peligrosidad de la asociación estudiantil Skull & Bones, fundada en la Universidad de Yale, en los años treinta del siglo XIX…  Y como si todavía se pudieran tomar en serio los Protocolos de los Sabios de Sión,  he vuelto a oír que los judíos y los masones tienen, secretamente, la sartén por el mango. Pero, amigos, frío, frío.  
      Si dejamos a un lado a los míticos Sabios de Sión, está claro que se trata de grupos interesantísimos,  entre los que van y vienen ciertos primates asimismo interesantes.  Ahora bien, de algo podemos estar seguros: esos grupos no nos estarían dando tanto que pensar si no se hubiera producido algo que les supera, que va más allá de sus puertas cerradas. Me refiero a una espectacular mutación  de la sensibilidad política de la elite del poder a la que, por supuesto, pertenecen todos sus miembros y todos sus activistas.
     Dicha élite  ha vuelto a las andadas, a actuar sin el menor respeto por el bien común, con un sentido patrimonial de la riqueza que produce escalofríos. Y esta novedad, esta mutación, nada casual, que ha tenido un largo período de gestación, tiene la particularidad de afectar no sólo a los elementos destacados:  ha hecho carne en el intelecto de gente con la que nos codeamos a diario, con gente que no sólo sirve a la causa de la élite sino que también le da vida, sirviéndole de apoyo,  de correa de transmisión, de cámara de resonancia y hasta de sistema nervioso.
     No podemos decir quién manda –el poder se divide entre diversos núcleos oligárquicos al servicio de sus respectivos intereses–,  pero sí sabemos quiénes fueron los causantes de la mutación,  unos personajes cuyos nombres la historia registrará en simples notas a pie de página. Me refiero a ciertos magnates de la industria cervecera y petrolera, a gentes como los Koch o los Mellon y a sus amigos de las empresas asociadas al complejo militar-industrial. Nada inventaron: bastaban las viejas ideas, algunas  medievales, otras de los principios del capitalismo.  Lo decisivo fue  el entusiasmo y el dinero que pusieron sobre la mesa con la intención de poner fin a la marea progresista de los años sesenta e imponer a la humanidad, como plato único, el capitalismo salvaje o neoliberalismo. Ellos echaron a rodar la revolución de los muy ricos, cuando, por cierto, parecía una causa perdida.
    La conjura –pues fue una conjura– se urdió en varios think-tanks y fundaciones creados a tal efecto (Cato, Bradley, Heritage, etc.) o reflotados para la ocasión, como fue el caso del American Enterprise Institute. Dichos think-tanks fueron creados precisamente porque la sociedad establecida, con sus universidades y sus leyes, con su saber acumulado, no estaba por la labor de echar por la borda el consenso y la sensibilidad del período iniciado en 1945.
    De no mediar esa conjura ni la Trilateral ni los  de Bilderberg ni los de Wall Street ni los del FMI, ni los del  Banco Mundial ni los de Bruselas habrían perdido los papeles y el sentido de los límites, tampoco los gobiernos, ahora capaces de ir directamente contra los intereses de la gente como si fuera de lo más natural.  Lo que no quiere decir que los conjurados de aquel entonces manden en el sentido convencional del término.
      En vez de atar cabos en plan paranoico, conviene acudir a la historia.  ¿Qué pasó a principios de los años setenta?  Los creadores de esos think-tanks se aplicaron a romper el paradigma de la posguerra, para lo que echaron mano de legiones de periodistas, profesores, escritores, sociólogos y gentes de la televisión, todos debidamente untados. Hasta pagaron a una legión de telepredicadores, naturalmente no con la idea de elevar el nivel de la gente sino con el de atontarla.
      Basándose en los informes de Walter Lippmann y de Lewis Powell, dichos caballeros, confiando en el poder del dinero, confiando el asombroso poder de la propaganda y del chantaje y de los sobornos a gran escala –poderes en los que Lippmann y Powell tenían una fe ciega–, se trazaron un plan  elitista y oligárquico de largo alcance, con la intención de retrotraernos a las coordenadas del capitalismo salvaje, lo que implicaba acabar con el consenso racional surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Cuarenta años después se demuestra que se salieron con la suya. Un resumen de lo sucedido figura en el libro Palabras para indignados, donde se pone en evidencia la vasta operación de ingeniería social de la que hemos sido víctimas. Esta operación ha conseguido lo que parecía imposible, a saber, modificar el encuadre intelectual de grandes masas humanas y también, dato capital, de la elite del poder y de sus asociados.  
     Por aquel entonces nadie en su sano juicio deseaba volver a las coordenadas del capitalismo salvaje; es más, ni siquiera se creía posible en el campo de la élite, pero esos caballeros lo lograron, hay que reconocerlo. Para ello tuvieron que comprar voluntades, tuvieron que seducir a muchos, y tuvieron que arrollar a sus oponentes, que se encontraban en mayoría. Y desde luego, tuvieron que colonizar física e intelectualmente todos los centros de poder, desde la Casa Blanca al FMI.
    No  pocos personajes de la vieja guardia del Club de Bilderberg y de la Comisión Trilateral  se vieron sorprendidos por esa campaña. Me refiero a personas poderosas, fanáticas del sistema capitalista pero que –he aquí la gran diferencia– habían renunciado al capitalismo salvaje por considerarlo inviable y hasta peligroso para sus propios intereses.  No querían volver a la época en que los ricos  vivían sentados sobre una bomba de relojería y estaban dispuestos a repartir un poco el pastel, pues lo último que querían era matar la gallina de los huevos de oro.  El mérito de los conjurados fue hacerles callar y reducirlos a la impotencia.
    Los casos de Johnson y de Nixon nos puede servir de referencia. El presidente Lyndon B. Johnson –cualquier cosa menos un santo–, merece ser recordado por haber encargado el llamado Informe Lippmann, pero también por no ponerlo en práctica.  Johnson quería pasar a la historia por sus realizaciones en el terreno de la justicia social, y el elitista Lippmann proponía  una acción elitista, un retorno al capitalismo salvaje, inseparable del desprecio por el pueblo. Johnson odiaba a los hippies, era codicioso hasta extremos perversos,  pero no estaba en la onda. Como hombre de la vieja guardia, soñaba con su Gran Sociedad, una sociedad igualitaria, con prosperidad para todos, y por supuesto no perdía de vista al electorado, al que no se imaginaba votando –como ha llegado a ser normal– contra sus propios intereses. Ni siquiera el pérfido Nixon, su sucesor, se quiso enajenar las simpatías populares para darle el gusto a la minoría ultrarreaccionaria que operaba desde los mencionados think-tanks. Johnson y Nixon, que no eran buenistas en ningún sentido, jugaban sus bazas como se había hecho desde los tiempos de Franklin D. Roosevelt, procurando consolidar el sueño americano. No figuraban entre los conjurados.
     Para transformar el sueño americano en un infierno a mayor gloria de los más ricos hicieron falta años de sostenido esfuerzo publicitario a favor del capitalismo salvaje. Al respecto es interesantísimo el caso de la Ford, cuya fundación se había aplicado a patrocinar a toda clase de proyectos progresistas y que, con el acuerdo de la CIA había patrocinado, en el mundo entero, a políticos de centro e incluso de izquierdas (a condición de que no fueran comunistas). Bajo el influjo del proyecto ultrarreaccionario, dejó de hacerlo, y pasó a apoyar a los mencionados think-tanks, siguiendo las consignas de Powell, que bien claro había dicho en su informe que era una locura financiar a los enemigos del capitalismo. 
    No se llegó a Ronald Reagan en un día; tampoco a Margaret Thatcher.  Lo que empezó en esos conventículos ultrarreaccionarios no habría llegado muy lejos si no hubiese logrado convertirse en un movimiento, con sus correspondientes conversos, con sus premios y con sus castigos. En la actualidad, por lo tanto, no somos víctimas de unos sujetos sin escrúpulos que se reúnen en tales o cuales cenáculos,  porque somos víctimas de un movimiento de muchos tentáculos y muchas cabezas, todas ellas desprovistas del menor compromiso con la verdad y el bien común.
    Hubo una conjura, hubo un proyecto. Pero esto no quiere decir que los promotores del cambio de paradigma político, económico y social gobiernen el mundo en el sentido imaginado por Nietzsche. Estoy hablando de aprendices de brujo, de gentes que no miden las consecuencias de sus actos, mezquinas hasta la demencia. No hay un mando único y las contradicciones y las peleas dentro de la élite están  a la orden del día, lo que lejos de limitar al movimiento le confiere su peculiar dinamismo.
     En páginas memorables, Ian Kershaw nos describió  la forma de “gobierno” típica de la Alemania nazi. No es que Hitler entrase en detalles; es que sus secuaces se aplicaban a “trabajar en la dirección del Führer”. Ahora no hay Führer alguno, pero hay miles de personas, de diverso calibre y ocupación, trabajando “en la dirección del capitalismo salvaje”. No es preciso dirigirlas: ya saben lo que tienen que decir y hacer. Así, ven natural que con el dinero de los pueblos se salve a los bancos y a los grandes financieros, y que luego continúe la explotación de los mismos pueblos  ad infinitum, como si fuese natural y no una estafa y un crimen.
    Todo lo que es bueno para este capitalismo les complace; todo lo que lo obstaculice, malo. Tienen un sexto sentido para captar lo “malo” ahí donde esté, a veces muy lejos de la economía, por ejemplo en los dominios de la educación, la psicología, la filosofía y la moral. Todos ellos saben que la tradición ilustrada no les viene bien, como saben que la religión es estupenda como opio del pueblo. Y son muchos, muchísimos.  Un club de notables malvados no habría llegado muy lejos. 
    De hecho, siempre ha habido clubs de notables malvados, con las mismas o parecidas ideas. Lo terrible es que estamos ante un asunto que implica a miles de agentes, de diversas nacionalidades, que luchan entre sí como fieras por un pedazo de carne al tiempo que se  mantienen unidos contra la gente común, a la que han perdido completamente el respeto.
    Para colmo, hay otra complicación a tener en cuenta: no todos los agentes de la revolución de los muy ricos son demonios. Hay mucho imbécil por ahí. Siempre atentos a los intereses de este capitalismo loco,  abundan las personas  desprovistas de sensibilidad humana y de conocimientos históricos, con una  buena conciencia a toda prueba. Me refiero a seres incapaces de ver las consecuencias de sus sumas y restas. Y  esto nos plantea un problema muy serio.
    En los viejos tiempos, cuando el gran hombre insoportable caía, todo el tinglado se venía abajo, de súbito, como cuando Hitler se pegó un tiro, o poco a poco, como ocurrió tras la muerte de Stalin, o como sucedió aquí tras la muerte de Franco. El “sistema” actual  no tiene nada que ver con eso: tiene miles de piezas de recambio, en todos los niveles, en las universidades, en los parlamentos e incluso en los bares. 
    El Club de Bilderberg podría autodisolverse, la Comisión Trilateral podría ser desmantelada, podrían ir a prisión los capos de Wall Street, y todo seguiría igual.  No cabe hablar de un gobierno de la tierra, sino de la resultante de una desvergonzada lucha por el poder entre facciones diversas, con las correspondientes improvisaciones, obcecaciones y necedades. En todo caso, habría que hablar de un "desgobierno de la tierra" al servicio de los intereses oligárquicos. Los que iniciaron la jugada no mandan, no dirigen, algunos hasta han fallecido, y sólo les cabe el lamentable honor de haber desencadenado al monstruo depredador que la humanidad creía haber atado en corto allá por el año 1945. Dicho monstruo de muchas cabezas no dirige, no gobierna, no construye: devora.