Hace más de cien años Nietzsche
anunció el fin de la “política pequeña” y el advenimiento del “gobierno del
mundo”. Y en vista de lo que está
pasando, contemplada la poquedad de los gobernantes ante los mercados, ya
apercibidos todos de que unos y
otros actúan sistemática y mancomunadamente en perjuicio del bien común, es muy comprensible el ciudadano
se pregunte quién diablos mueve los hilos. Grave pregunta: es imposible poner
nombre y apellido al responsable o responsables, y parece irritante que sólo se pueda señalar con el dedo a cierta "alta burguesía financiera", de la cual el señor Draghi no pasa de ser un criado.
Tampoco se va a ninguna parte señalando a los Estados Unidos, pues el país en cuanto tal se encuentra entre las víctimas. Por así decirlo, la responsabilidad se ha desnacionalizado y suena a arcaísmo culpar a "los gringos" o a los "boches". Y desde luego, la época de los grandes hombres ha pasado: Obama sólo es el personaje más poderoso de la tierra en sentido figurado. Creo que por eso es tan fácil caer en la tentación de atribuir "el gobierno del mundo" a tales o cuales grupos misteriosos de alcance transnacional.
Tampoco se va a ninguna parte señalando a los Estados Unidos, pues el país en cuanto tal se encuentra entre las víctimas. Por así decirlo, la responsabilidad se ha desnacionalizado y suena a arcaísmo culpar a "los gringos" o a los "boches". Y desde luego, la época de los grandes hombres ha pasado: Obama sólo es el personaje más poderoso de la tierra en sentido figurado. Creo que por eso es tan fácil caer en la tentación de atribuir "el gobierno del mundo" a tales o cuales grupos misteriosos de alcance transnacional.
La
Trilateral, el Club de Bilderberg, Wall Street, Goldman
Sachs y el complejo militar-industrial norteamericano han hecho méritos más que
suficientes para cargar con las sospechas. Oigo decir que ellos "gobiernan el mundo". No sé quién me llamó la atención sobre la peligrosidad de la asociación
estudiantil Skull & Bones, fundada
en la Universidad de Yale, en los años treinta del siglo XIX… Y como si todavía se pudieran tomar en serio los
Protocolos de los Sabios de Sión,
he vuelto a oír que los judíos y los masones tienen, secretamente, la sartén
por el mango. Pero, amigos, frío, frío.
Si dejamos a un lado a los míticos
Sabios de Sión, está claro que se trata de grupos interesantísimos, entre los que van y vienen ciertos primates asimismo interesantes. Ahora bien, de algo podemos estar
seguros: esos grupos no nos estarían dando tanto que pensar si no se hubiera producido algo que les supera, que va más allá de
sus puertas cerradas. Me refiero a una espectacular
mutación de la sensibilidad
política de la elite del poder a la que, por supuesto, pertenecen todos sus miembros y todos sus activistas.
Dicha élite ha vuelto a las
andadas, a actuar sin el menor respeto por el bien común, con un sentido
patrimonial de la riqueza que produce escalofríos. Y esta novedad, esta
mutación, nada casual, que ha tenido un largo período de gestación, tiene la
particularidad de afectar no sólo a los elementos destacados: ha hecho
carne en el intelecto de gente con la que nos codeamos a diario, con gente que no
sólo sirve a la causa de la élite sino que también le da vida, sirviéndole de
apoyo, de correa de transmisión, de cámara de resonancia y hasta de sistema nervioso.
No podemos decir quién
manda –el poder se divide entre diversos núcleos oligárquicos al servicio de sus respectivos intereses–, pero sí sabemos quiénes fueron los causantes de la mutación, unos personajes cuyos nombres la
historia registrará en simples notas a pie de página. Me refiero a ciertos magnates
de la industria cervecera y petrolera, a gentes como los Koch o los Mellon y a sus
amigos de las empresas asociadas al complejo militar-industrial. Nada inventaron: bastaban las viejas ideas, algunas medievales, otras de los principios del capitalismo. Lo decisivo fue el entusiasmo y el dinero que pusieron
sobre la mesa con la intención de poner fin a la marea progresista de
los años sesenta e imponer a la humanidad, como plato único, el capitalismo
salvaje o neoliberalismo. Ellos echaron a rodar la revolución de los muy ricos, cuando, por
cierto, parecía una causa perdida.
La
conjura –pues fue una conjura– se urdió en varios think-tanks y fundaciones
creados a tal efecto (Cato, Bradley, Heritage, etc.) o reflotados para la ocasión,
como fue el caso del American Enterprise Institute. Dichos think-tanks fueron creados precisamente porque la sociedad establecida, con sus universidades y sus leyes, con su saber acumulado, no estaba por la labor de echar por la borda el consenso y la sensibilidad del período iniciado en 1945.
De no mediar esa conjura ni la Trilateral ni los de Bilderberg ni los de Wall Street ni los del FMI, ni los del Banco Mundial ni los de Bruselas habrían perdido los papeles y el sentido de los límites, tampoco los gobiernos, ahora capaces de ir directamente contra los intereses de la gente como si fuera de lo más natural. Lo que no quiere decir que los conjurados de aquel entonces manden en el sentido convencional del término.
De no mediar esa conjura ni la Trilateral ni los de Bilderberg ni los de Wall Street ni los del FMI, ni los del Banco Mundial ni los de Bruselas habrían perdido los papeles y el sentido de los límites, tampoco los gobiernos, ahora capaces de ir directamente contra los intereses de la gente como si fuera de lo más natural. Lo que no quiere decir que los conjurados de aquel entonces manden en el sentido convencional del término.
En vez de atar cabos en
plan paranoico, conviene acudir a la historia. ¿Qué pasó a principios de los años setenta? Los creadores de esos think-tanks se
aplicaron a romper el paradigma de la posguerra, para lo que echaron mano de
legiones de periodistas, profesores, escritores, sociólogos y gentes de la
televisión, todos debidamente untados. Hasta pagaron a una legión de telepredicadores, naturalmente no con la idea de elevar el nivel de la gente sino con el de atontarla.
Basándose en los informes
de Walter Lippmann y de Lewis Powell, dichos caballeros, confiando en el poder
del dinero, confiando el asombroso poder de la propaganda y del chantaje y de
los sobornos a gran escala –poderes en los que Lippmann y Powell tenían una fe ciega–, se trazaron un plan elitista y oligárquico de largo alcance, con la
intención de retrotraernos a las coordenadas del capitalismo salvaje, lo que implicaba acabar con el consenso racional surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Cuarenta años
después se demuestra que se salieron con la suya. Un resumen de lo sucedido
figura en el libro Palabras para
indignados, donde se pone en evidencia la vasta operación de ingeniería
social de la que hemos sido víctimas. Esta operación ha conseguido lo que
parecía imposible, a saber, modificar el encuadre intelectual de grandes masas humanas y también, dato capital, de la elite del
poder y de sus asociados.
Por aquel entonces nadie en su sano juicio deseaba volver a las coordenadas
del capitalismo salvaje; es más, ni siquiera se creía posible en el campo de la élite, pero esos caballeros lo lograron,
hay que reconocerlo. Para ello tuvieron que comprar voluntades, tuvieron que
seducir a muchos, y tuvieron que arrollar a sus oponentes, que se encontraban
en mayoría. Y desde luego, tuvieron que colonizar física e intelectualmente todos los centros de poder, desde la Casa Blanca al FMI.
No pocos personajes de la vieja guardia del Club de Bilderberg y de la Comisión Trilateral se vieron sorprendidos por esa campaña. Me refiero a personas poderosas, fanáticas del sistema capitalista pero que –he aquí la gran diferencia– habían renunciado al capitalismo salvaje por considerarlo inviable y hasta peligroso para sus propios intereses. No querían volver a la época en que los ricos vivían sentados sobre una bomba de relojería y estaban dispuestos a repartir un poco el pastel, pues lo último que querían era matar la gallina de los huevos de oro. El mérito de los conjurados fue hacerles callar y reducirlos a la impotencia.
No pocos personajes de la vieja guardia del Club de Bilderberg y de la Comisión Trilateral se vieron sorprendidos por esa campaña. Me refiero a personas poderosas, fanáticas del sistema capitalista pero que –he aquí la gran diferencia– habían renunciado al capitalismo salvaje por considerarlo inviable y hasta peligroso para sus propios intereses. No querían volver a la época en que los ricos vivían sentados sobre una bomba de relojería y estaban dispuestos a repartir un poco el pastel, pues lo último que querían era matar la gallina de los huevos de oro. El mérito de los conjurados fue hacerles callar y reducirlos a la impotencia.
Los casos de Johnson y de Nixon nos puede servir de referencia. El
presidente Lyndon B. Johnson –cualquier cosa menos un santo–, merece ser
recordado por haber encargado el llamado Informe Lippmann, pero también por no
ponerlo en práctica. Johnson quería
pasar a la historia por sus realizaciones en el terreno de la justicia social,
y el elitista Lippmann proponía una acción elitista, un retorno al capitalismo
salvaje, inseparable del desprecio por el pueblo. Johnson odiaba a los hippies,
era codicioso hasta extremos perversos,
pero no estaba en la onda. Como
hombre de la vieja guardia, soñaba con su Gran Sociedad, una sociedad igualitaria,
con prosperidad para todos, y por supuesto no perdía de vista al electorado, al
que no se imaginaba votando –como ha llegado a ser normal– contra sus propios intereses. Ni siquiera el
pérfido Nixon, su sucesor, se quiso enajenar las simpatías populares para darle
el gusto a la minoría ultrarreaccionaria que operaba desde los mencionados think-tanks. Johnson y Nixon, que no eran buenistas en ningún sentido, jugaban sus bazas como se había hecho desde los tiempos de Franklin D. Roosevelt, procurando consolidar el sueño americano. No figuraban entre los conjurados.
Para transformar el sueño americano en un infierno a mayor gloria de los
más ricos hicieron falta años de sostenido esfuerzo publicitario a favor del
capitalismo salvaje. Al respecto es interesantísimo el caso de la Ford, cuya fundación se había aplicado a patrocinar a toda clase de proyectos progresistas y que, con el acuerdo de la CIA había patrocinado, en el mundo entero, a políticos de centro e incluso de izquierdas (a condición de que no fueran comunistas). Bajo el influjo del proyecto ultrarreaccionario, dejó de hacerlo, y pasó a apoyar a los mencionados think-tanks, siguiendo las consignas de Powell, que bien claro había dicho en su informe que era una locura financiar a los enemigos del capitalismo.
No se llegó a Ronald Reagan en un día; tampoco a Margaret Thatcher. Lo que empezó en esos conventículos ultrarreaccionarios no habría llegado muy lejos si no hubiese logrado convertirse en un movimiento, con sus correspondientes conversos, con sus premios y con sus castigos. En la actualidad, por lo tanto, no somos víctimas de unos sujetos sin escrúpulos que se reúnen en tales o cuales cenáculos, porque somos víctimas de un movimiento de muchos tentáculos y muchas cabezas, todas ellas desprovistas del menor compromiso con la verdad y el bien común.
No se llegó a Ronald Reagan en un día; tampoco a Margaret Thatcher. Lo que empezó en esos conventículos ultrarreaccionarios no habría llegado muy lejos si no hubiese logrado convertirse en un movimiento, con sus correspondientes conversos, con sus premios y con sus castigos. En la actualidad, por lo tanto, no somos víctimas de unos sujetos sin escrúpulos que se reúnen en tales o cuales cenáculos, porque somos víctimas de un movimiento de muchos tentáculos y muchas cabezas, todas ellas desprovistas del menor compromiso con la verdad y el bien común.
Hubo una conjura, hubo un proyecto. Pero
esto no quiere decir que los promotores del cambio de paradigma político,
económico y social gobiernen el mundo en el sentido imaginado por Nietzsche. Estoy
hablando de aprendices de brujo, de gentes que no miden las consecuencias de sus actos, mezquinas hasta la demencia. No hay un mando único y las contradicciones y
las peleas dentro de la élite están a la orden del día, lo que lejos
de limitar al movimiento le confiere su peculiar dinamismo.
En páginas memorables, Ian Kershaw nos describió la forma de “gobierno”
típica de la Alemania nazi. No es que Hitler entrase en detalles; es que sus
secuaces se aplicaban a “trabajar en la dirección del Führer”. Ahora no hay
Führer alguno, pero hay miles de personas, de diverso calibre y ocupación,
trabajando “en la dirección del capitalismo salvaje”. No es preciso dirigirlas:
ya saben lo que tienen que decir y hacer. Así, ven natural que con el dinero de
los pueblos se salve a los bancos y a los grandes financieros, y que luego
continúe la explotación de los mismos pueblos ad infinitum, como si fuese natural y no
una estafa y un crimen.
Todo
lo que es bueno para este capitalismo les complace; todo lo que lo obstaculice,
malo. Tienen un sexto sentido para captar lo “malo” ahí donde esté, a veces muy
lejos de la economía, por ejemplo en los dominios de la educación, la
psicología, la filosofía y la moral. Todos ellos saben que la tradición
ilustrada no les viene bien, como saben que la religión es estupenda como opio
del pueblo. Y son muchos, muchísimos.
Un club de notables malvados no habría llegado muy lejos.
De hecho, siempre ha habido clubs de notables malvados, con las mismas o parecidas ideas. Lo terrible es que estamos ante un asunto que implica a miles de agentes, de diversas nacionalidades, que luchan entre sí como fieras por un pedazo de carne al tiempo que se mantienen unidos contra la gente común, a la que han perdido completamente el respeto.
De hecho, siempre ha habido clubs de notables malvados, con las mismas o parecidas ideas. Lo terrible es que estamos ante un asunto que implica a miles de agentes, de diversas nacionalidades, que luchan entre sí como fieras por un pedazo de carne al tiempo que se mantienen unidos contra la gente común, a la que han perdido completamente el respeto.
Para colmo, hay otra complicación
a tener en cuenta: no todos los agentes de la revolución de los muy ricos son demonios.
Hay mucho imbécil por ahí. Siempre atentos a los intereses de este capitalismo
loco, abundan las personas desprovistas
de sensibilidad humana y de conocimientos históricos, con una buena conciencia a toda prueba. Me
refiero a seres incapaces de ver las consecuencias de sus sumas y restas. Y esto nos plantea un problema muy serio.
En
los viejos tiempos, cuando el gran hombre insoportable caía, todo el tinglado
se venía abajo, de súbito, como cuando Hitler se pegó un tiro, o poco a poco,
como ocurrió tras la muerte de Stalin, o como sucedió aquí tras la muerte de
Franco. El “sistema” actual no
tiene nada que ver con eso: tiene miles de piezas de recambio, en todos los
niveles, en las universidades, en los parlamentos e incluso en los bares.
El Club de Bilderberg podría autodisolverse, la Comisión Trilateral podría ser desmantelada, podrían ir a prisión los capos de Wall Street, y todo seguiría igual. No cabe hablar de un gobierno de la tierra, sino de la resultante de una desvergonzada lucha por el poder entre facciones diversas, con las correspondientes improvisaciones, obcecaciones y necedades. En todo caso, habría que hablar de un "desgobierno de la tierra" al servicio de los intereses oligárquicos. Los que iniciaron la jugada no mandan, no dirigen, algunos hasta han fallecido, y sólo les cabe el lamentable honor de haber desencadenado al monstruo depredador que la humanidad creía haber atado en corto allá por el año 1945. Dicho monstruo de muchas cabezas no dirige, no gobierna, no construye: devora.
El Club de Bilderberg podría autodisolverse, la Comisión Trilateral podría ser desmantelada, podrían ir a prisión los capos de Wall Street, y todo seguiría igual. No cabe hablar de un gobierno de la tierra, sino de la resultante de una desvergonzada lucha por el poder entre facciones diversas, con las correspondientes improvisaciones, obcecaciones y necedades. En todo caso, habría que hablar de un "desgobierno de la tierra" al servicio de los intereses oligárquicos. Los que iniciaron la jugada no mandan, no dirigen, algunos hasta han fallecido, y sólo les cabe el lamentable honor de haber desencadenado al monstruo depredador que la humanidad creía haber atado en corto allá por el año 1945. Dicho monstruo de muchas cabezas no dirige, no gobierna, no construye: devora.
Ni una palabra en el discurso navideño del rey sobre la grotesca desigualdad social. Sobretodo teniendo en cuenta que ya hay en España 2 millones de familias sin ingresos y 7 millones que viven con menos de 600 euros al mes.
ResponderEliminarQueria señalar el caso de los minitimos de las empresas de electricidad como prueba de la sutil picaresca utilizada por la elite para robarnos dinero:
ResponderEliminarEndesa comete “pequeños errores” en sus facturas de la luz, son importes de aproximadamente 0’6 euros al mes, fundamentalmente en el apartado de impuestos por electricidad. La gente generalmente no se molesta en revisar en detalle la factura de la luz, ademas no te sale rentable reclamar por un “error” tan pequeño ya que el telefono 902 de atencion al cliente te cuesta dinero y ademas los operadores no te atienden bien o te mantienen en espera durante muchos minutos. Esto hace que la gente no reclame. La suma de estos “mini-errores” supone para Endesa unos ingresos adicionales de aproximadamente 80 millones de euros.
Cuánta verdad.. Es tan parte de del sistema, y el sistema es tan normal en nuestras vidas, que hasta que no sintamos el rigor de los últimos momentos, parece que no vayamos a reaccionar. Cómo se cura el cáncer cuando la metástasis es tan avanzada? Sin embargo creo que es posible hacer frente a todo, cito a Galeano para un ejemplo de cómo:
ResponderEliminar"Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable."
Saludos y gracias por el artículo.
Qué pena que todos tus comentaristas sean anónimos. ¿Tendrán miedo de ser considerados "elementos peligrosos"? La cuestión es que -sea quien sea la famosa élite del poder- existen poder que rigen nuestro planeta. Enfrentados entre sí o asociados, no nos importa demasiado. No les tememos porque son inmorales y pobres de espíritu. No nos dan miedo porque el miedo corta las alas y produce insomnio. No se dan cuenta que les estamos desemmascarando y pronto caerán por su propio peso. Gracias por tu eflexión!
ResponderEliminar