El
daño que nos está haciendo el sindicato de proxenetas (la “casta”) es
indecible. Las cifras de parados,
subempleados, precarios, hambreados, desahuciados, emigrados, enfermos,
alcoholizados y suicidas son
tremendamente elocuentes. Pero tales cifras, llamadas a aumentar, no muestran el cuadro completo: se producen
daños muy difícil cuantificación.
De seguir las cosas así mañana será imposible enseñar lo buena que es
nuestra Constitución, lo sensato que es el sistema y el respeto que se debe a las autoridades. Si los padres
tienen motivos para preocuparse por sus hijos, estos toman nota de lo que está
pasando, obligados a asumir
prematuramente las “verdades de la
vida” del tiempo infeliz de sus abuelos.
Para
millones de españoles la normalidad ya no rige, y esto tiene devastadoras consecuencias
sociales y políticas. No se vive impunemente en la inseguridad, con la casa a media
luz, con miedo al buzón, al teléfono y al timbre. Lo sabe cualquiera, aunque todavía
no haya tenido necesidad de desollarse la cara con una cuchilla vieja, jabón
lagarto y agua fría.
Cuando se ha llegado al punto en que un niño sabe que si comunica que
los zapatos se le han quedado chicos dará un disgusto, cuando un adulto trata
de ocultar que se la ha caído un diente, cuando a un señor formal le tiembla la
mano al hacer pis porque ha recibido un burofax, la cosa está bien fastidiada,
aunque quede un trecho para llegar al abismo propiamente dicho.
¿En qué cuadrícula se registran
los casos de paranoia invertida, en los cuales el sujeto, en lugar de verse
perseguido, se siente eludido por propios y extraños, por su condición de
mendicante o posible sablista? ¿Qué hace una persona seria que ha operado toda
la vida sobre el mandato de no depender de nadie cuando tiene que confesar que
no se las puede?
¿Dónde
figuran las zozobras de la persona buena y solidaria ante el amigo o el
familiar en apuros? ¿Y las de los abuelos, que ven hoy arruinada su tranquilidad
ante la evidencia de que pronto dejarán de aportar su pensión a la subsistencia
de hijos y nietos?
¿Cuántas
personas se sientan a oscuras en la alta noche sin saber hacia dónde tirar,
cuántas hacen zapping compulsivamente, corroídas por la idea de haberse
equivocado de medio a medio en los estudios, los sueños, las ambiciones, en
todo? ¿Dónde se anotan estos sufrimientos? ¿Dónde figuran los casos de autoinculpación
neurótica y los reproches vitriólicos que vienen con la desesperación?
Para millones de españoles el tiempo
corre a una velocidad endiablada: siempre se echa encima “el fin de mes”, con
el trépano de las facturas pendientes y nuevas. Si la víctima decide llevar una
contabilidad al céntimo, malo para él y para las personas de su entorno, si
opta por no llevar las cuentas, malo también. Si la percepción del tiempo se
altera, resulta que la percepción del dinero también. Lo que al sujeto le
parece mucho, resulta que es poquísimo, con cálculos o sin ellos. Y por eso
cuando ha “cobrado algo que le debían”, resulta que vuelve a casa con las
orejas gachas o completamente airado.
Decía el optimista Benjamin Franklin que el tiempo es oro. Puede ser
plomo. Pero no sin consecuencias,
extrasístoles, discusiones vanas, esperas inútiles, colas, frenético escarbeo
de papeles y documentos, vanas esperanzas, sudores fríos, alcohol, calmantes,
antidepresivos y salidas en falso. En términos existenciales, esto va de plomo
en el ala. Cuanto más probo y bienpensante haya sido el sujeto, cuanto más
razonable haya sido en todos los órdenes de la vida, cuanto más se haya fiado
de las santas apariencias, peor lo pasará. No se aprende en un día ni en dos a
vivir en los pliegues del Tercer Mundo.