martes, 3 de junio de 2014

EN LOS PLIEGUES DEL TERCER MUNDO

   El daño que nos está haciendo el sindicato de proxenetas (la “casta”) es indecible.  Las cifras de parados, subempleados, precarios, hambreados, desahuciados, emigrados, enfermos, alcoholizados  y suicidas son tremendamente elocuentes. Pero tales cifras, llamadas a aumentar,  no muestran el cuadro completo: se producen daños muy difícil cuantificación.
     De seguir las cosas así mañana será imposible enseñar lo buena que es nuestra Constitución, lo sensato que es el sistema y el respeto que se  debe a las autoridades. Si los padres tienen motivos para preocuparse por sus hijos, estos toman nota de lo que está pasando, obligados  a asumir prematuramente  las “verdades de la vida” del tiempo infeliz de sus abuelos.
    Para millones de españoles la normalidad ya no rige, y esto tiene devastadoras consecuencias sociales y políticas. No se vive impunemente en la inseguridad, con la casa a media luz, con miedo al buzón, al teléfono y al timbre. Lo sabe cualquiera, aunque todavía no haya tenido necesidad de desollarse la cara con una cuchilla vieja, jabón lagarto y agua fría.
     Cuando se ha llegado al punto en que un niño sabe que si comunica que los zapatos se le han quedado chicos dará un disgusto, cuando un adulto trata de ocultar que se la ha caído un diente, cuando a un señor formal le tiembla la mano al hacer pis porque ha recibido un burofax, la cosa está bien fastidiada, aunque quede un trecho para llegar al abismo propiamente dicho.
    ¿En qué cuadrícula se registran los casos de paranoia invertida, en los cuales el sujeto, en lugar de verse perseguido, se siente eludido por propios y extraños, por su condición de mendicante o posible sablista? ¿Qué hace una persona seria que ha operado toda la vida sobre el mandato de no depender de nadie cuando tiene que confesar que no se las puede?
    ¿Dónde figuran las zozobras de la persona buena y solidaria ante el amigo o el familiar en apuros? ¿Y las de los abuelos, que ven hoy arruinada su tranquilidad ante la evidencia de que pronto dejarán de aportar su pensión a la subsistencia de hijos y nietos?
    ¿Cuántas personas se sientan a oscuras en la alta noche sin saber hacia dónde tirar, cuántas hacen zapping compulsivamente, corroídas por la idea de haberse equivocado de medio a medio en los estudios, los sueños, las ambiciones, en todo? ¿Dónde se anotan estos sufrimientos? ¿Dónde figuran los casos de autoinculpación neurótica y los reproches vitriólicos que vienen con la desesperación?
     Para millones de españoles el tiempo corre a una velocidad endiablada: siempre se echa encima “el fin de mes”, con el trépano de las facturas pendientes y nuevas. Si la víctima decide llevar una contabilidad al céntimo, malo para él y para las personas de su entorno, si opta por no llevar las cuentas, malo también. Si la percepción del tiempo se altera, resulta que la percepción del dinero también. Lo que al sujeto le parece mucho, resulta que es poquísimo, con cálculos o sin ellos. Y por eso cuando ha “cobrado algo que le debían”, resulta que vuelve a casa con las orejas gachas o completamente airado.
     Decía el optimista Benjamin Franklin que el tiempo es oro. Puede ser plomo.  Pero no sin consecuencias, extrasístoles, discusiones vanas, esperas inútiles, colas, frenético escarbeo de papeles y documentos, vanas esperanzas, sudores fríos, alcohol, calmantes, antidepresivos y salidas en falso. En términos existenciales, esto va de plomo en el ala. Cuanto más probo y bienpensante haya sido el sujeto, cuanto más razonable haya sido en todos los órdenes de la vida, cuanto más se haya fiado de las santas apariencias, peor lo pasará. No se aprende en un día ni en dos a vivir en los pliegues del Tercer Mundo.


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