Según José Manuel García Margallo el Partido Popular es “un yermo ideológico”. De los candidatos a suceder a Rajoy, el ex ministro parece el único que dispone de los haberes intelectuales del partido fundado por Manuel Fraga y se comprende que lamente la negativa a un debate como Dios manda.
Ahora bien, esto del “yermo ideológico” se las trae. El yermo es más aparente que real: desde los tiempos de Aznar el PP está atado de pies y manos al abecé neoliberal y a los poderes fácticos que lo utilizan como tapadera intelectual. El yermo oculta una ideología, casi una religión.
El Partido Popular original tenía varios registros, el liberal, el social-liberal, el neoliberal, el democristiano y el socialdemócrata y, por lo tanto, una buena equipación para resistir los embates de la historicidad. Así lo quiso Manuel Fraga, el creador del invento. La transformación de la derecha antidemocrática en una democrática, su ampliación y centramiento se hizo con esos mimbres, para nada ajenos a su sensibilidad. (Se ha querido discutir la sensibilidad social de Fraga, pero es inútil. La tuvo, por sus orígenes y por su formación.)
Como no quería que su partido acabase como UCD, proscribió las facciones; como no quería una formación cadavérica, se rodeó de personas de diversa sensibilidad política, y dejó que a su alrededor orbitaran varias fundaciones de filiación diversa. Luego, en cuanto asumió que tenía un techo electoral, dio vía libre a las primeras elecciones internas, que dieron vencedor a Hernández Mancha.
Se da por supuesto que Fraga derrocó a Mancha porque se aburría o por pura ambición personal, lo que es falso. Lo peor no era que Mancha no diese la talla o que despachase asuntos importantes mientras jugaba obsesivamente al billar. Fraga recuperó el poder porque Mancha, al principio ideológicamente indeciso o simplemente confuso, resolvió aplicar la fórmula de la “doble ruptura” de la derecha neoliberal francesa (consistente en atacar simultáneamente el socialismo y el paternalismo heredado de De Gaulle). Fraga no aceptó la transposición de esta batalla a términos españoles. Defenestró a Mancha, pero no para quedarse.
Pensó que la mejor solución era confiar el partido a Isabel Tocino, pero luego, presionado por algunos pesos pesados, designó sucesor a José María Aznar. Este joven prometedor se distinguía por sus buenas relaciones con todas y cada una de las diversas corrientes que cohabitaban en la trastienda del partido. Era, por lo tanto, un buen candidato a sucederle. Y ocurrió lo impensable: Aznar hizo valer su poder absoluto para imponer un plato intelectual único. Las fundaciones que habían dado vida a la pluralidad se vieron fundidas en una sola, la FAES, rápidamente conectada a los puntos de recarga ideológica norteamericanos (American Enterprise Institute, Cato Institute, Heritage, etc.), campeones del capitalismo salvaje y, simultáneamente, de la Moral Majority, el The Party y parecidos artilugios que de liberales no tienen un pelo.
Estoy en condiciones de afirmar que ese giro hacia el neoliberalismo produjo no poca desazón a Manuel Fraga, consciente de lo que se perdía y de que era una manera de desnaturalizar el partido, de jugar su futuro a una sola carta, para colmo antisocial.
No es de extrañar que el partido se haya visto inmerso en tantos casos de corrupción –el neoliberalismo tiene a gala no respetar lo público e idolatrar el dinero–, como no es de extrañar que a la vuelta de los años, no haya debate posible. Las milongas sobre la creación de riqueza, la sociedad del propietarios y el capitalismo popular ya no se las cree nadie, de modo que mejor ni mentarlas. En plena ola de recortes austericidas, sin ningún conejo en la chistera, el neoliberalismo ya ha dado la cara. Mejor un desfile de candidatos, un aquí estoy yo, mejor unas simples puyas, mejor el chismorreo.
Ya es una gran cosa que la candidata Soraya Sáenz de Santamaría declare que no es socialdemócrata, que es liberal. Sería excesivo pedirle que anteponga el neo de rigor
(a los neoliberales les gusta llamarse liberales a secas). Dice, sí, disponer de principios de la democracia cristiana (no dice cuáles) y nos habla de “cierta atención, que deriva de nuestros principios económicos, al bienestar social y la política social”.
Total, nadie se va a molestar por la inversión típicamente neoliberal, ni siquiera un lapsus: ni la política social ni el bienestar social determinan la política económica; al contrario, esta determina “cierta atención” a estos rubros, entendidos como secundarios (tal como reflejan las amargas realidades sociales que los populares niegan con una obstinación que les distingue y que ha llegado a irritar a millones de ciudadanos). Como todo indica que María Dolores de Cospedal y Pablo Casado andan en lo mismo, los escasos afiliados autorizados a votar tendrán que decidir según querencias personales que no dan de sí lo suficiente como para hablar de una refundación.
Así pues, el porvenir del PP es bastante oscuro. Ha querido el destino que sirviese al un movimiento global a favor del capitalismo salvaje cuya especialidad es hacer picadillo no solo a los partidos que se le oponen sino también a los que le han entregado su alma.