La arremetida del papa Benedicto XVI contra el preservativo ha venido a coincidir con el recrudecimiento de la polémica sobre el aborto, sobrecalentada por la píldora del día después y por la posibilidad de que las jóvenes de dieciséis años puedan abortar sin permiso de sus padres. Salvo en la propuesta de aproximar la ley a las particularidades de la sociedad contemporánea, en la cual, pese a quien pese, muchas chicas tienen relaciones sexuales sin la venia de la autoridad familiar, no hay nada nuevo bajo el sol.
Sobre el aborto se discute desde hace varias generaciones; el preservativo tiene enemigos fijos; y el debate sobre los derechos de las muchachas no es de ayer. Lo que llama la atención es el tono de las discusiones. Para los conservadores, los partidarios del aborto son unos asesinos, lo que indica que seguimos donde estábamos, y encima con una creciente carga de irracionalidad. No parece que estemos en el siglo XXI.
En este clima será muy difícil llegar a acuerdos inteligentes sobre la mejor manera de proteger a las menores contra los peligros de hacer un uso lamentable de los poderosos medios disponibles. Podría ocurrir que los anticonceptivos clásicos fuesen desdeñados por la confianza que inspiran las medidas de emergencia más radicales. Y en medio de tanta discusión acalorada, los mayores dilapidaremos nuestro crédito una vez más. Muchas jovencitas creerán que las voces que señalan los peligros del aborto en el plano existencial son tan retrógradas y tan indignas de atención como las que lo condenan de plano.
En tan delicadas materias, al legislador se le pide que evite el mayor número posible de desgracias personales. Es su obligación en una sociedad democrática y abierta. Ahora bien, tal como están las cosas, tendrá que contar con la feroz enemiga de quienes no quieren ver a la sexualidad humana liberada de los terrores ancestrales.
La misma mentalidad que llevó a rechazar el uso del éter para aminorar los dolores del parto, la misma que torturaba al modesto masturbador de antaño con las más siniestras fantasías, sigue terne en el empeño de aprovechar las enfermedades, los errores personales y los infortunios biológicos en su maligna cruzada contra el placer. Porque, por extraño que parezca, para esa mentalidad, cuanto más dolorosa sea la sexualidad, cuanto mayor sea el castigo “social” o “natural” derivado de las acciones genitales que no aprueba, tanto mejor.
De esa mentalidad proviene el pesado lastre que impide a las generaciones sacar lecciones válidas de la experiencia de aquellas que las precedieron por el camino de la vida. Porque, como digo, no apunta a la felicidad ni a la plenitud de la persona, sino a hacer daño, como no apunta al refinamiento de la reproducción humana sino a mantenernos a todos en un grado de primitivismo digno mejor causa.