Nos informan de que el ejército de Pakistán se apresta acabar con los milicianos talibanes, y así nos enteramos de que éstos andan mezclados “entre la población”, ya no muy lejos de Islamabad. Habrá que separar, pues, el trigo de la cizaña, de acuerdo con las pautas habituales, cuya sola mención debería producirnos escalofríos.
Dos millones de civiles paquistaníes buscan a tumbos las salidas del valle de That, y quien sabe cuántos más se agazapan en sus casas a la espera de lo peor. Por lo visto, un par de fotos y unos cuantos despachos de agencia deben ser más que suficientes para recordarnos que estamos en guerra contra los talibanes y contra sus socios de Al Queda allí donde levanten cabeza y naturalmente con la razón de nuestra parte. Y no tiene ninguna gracia, porque, ay, con la razón de nuestra parte ya hemos dado suficientes muestras de barbarie, egoísmo y chapucería como para aborrecernos a nosotros mismos.
Lo que está sucediendo en Pakistán es una extensión de lo que ha sucedido y sucede en Afganistán, lo que nos debe mover a reflexionar sobre nuestras culpas y sobre el evidente peligro de que millones de víctimas directas y colaterales no vean por ninguna parte nuestra presunta superioridad moral. Para presumir de tal superioridad hay que tenerla. Así de sencillo. Con objetivos vidriosos y métodos brutales acabaremos expandiendo todos los males contrarios a la civilización...
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