Que la crisis no es meramente económica se ve claramente en el uso que
se hace de ella para manipular las conciencias con vistas al sometimiento de
la población. Si algo se mueve es en sentido retrógrado, a grandes o pequeños pasos, pero sin
ninguna vacilación, inexorablemente, sin tope conocido. Si alguien cree que las "reformas" han terminado, se equivoca medio a medio. Simplemente, están siendo dosificadas. Sólo terminarán cuando ya no nos reconozcamos a nosotros mismos en el espejo.
Durante
décadas, España fue hacia arriba. Ahora va hacia abajo, no sólo en lo
económico. No es un fenómeno meramente español, pero no veo en ello una
disculpa. ¿Acaso teníamos que ser tan poco originales? El despertar de nuestro
sueño europeo será, si las cosas siguen así, de tipo africano, de lo que, en
todo caso, habrán sido tan responsables los tripulantes de la derecha como los
de la izquierda.
La
cosa pinta mal. Mientras la izquierda se complica la vida y se dedica a dar
bandazos entre la indecisión, la acomodación y unos planteamientos poco
realistas, la derecha se ha olvidado del centro.
Vuelvo a sentir el ciego choque de
placas tectónicas que deseábamos dar por definitivamente superado en aras de un
equilibrio inteligente y constructivo. Parece que todo habrá que decidirlo, a
cara o cruz, maniqueamente, en las próximas elecciones, como si no fuera a
haber elecciones nunca más. Y esto también es pura involución, de la que nada
bueno cabe esperar, salvo una escalada de provocaciones y absurdidades. Dejando
aparte a cuestión de quién empezó primero a irritar al contrario, resulta obvio
que, resucitados Smith, Ricardo, Malthus, Spencer y Pío IX, veremos resucitar,
más pronto o más tarde, a Lenin y
a Trotski.
La aplicación del
ideario neoliberal y neoconservador por parte del Partido Popular nos conduce hacia
una sociedad piramidal, jerarquizada, en la cual el dinero, el saber, la
seguridad y la libertad serán monopolizados por unos pocos. ¡Al diablo con los esfuerzos puestos en la cohesión social! El rico no tendrá que
preocuparse por su salud, ni por su porvenir, el pobre todos los días a todas
horas, hasta el último aliento. Regresamos al siglo XIX. Según se mire, a
cámara lenta, o a toda velocidad. Lo que, según nos enseña la historia, no
quedará impune. La cosa siempre ha ido fatal cuando la derecha oligárquica se
ha encastillado en su egoísmo y su prepotencia. Y desgraciadamente, la derecha
inteligente y templada es una especie en extinción. Queda la otra, la que, dándoselas de original, es
capaz de jugar con fuego.
¿Es normal que la religión
reaparezca como tal religión en el programa de estudios, con nota y todo? ¿Es normal que se proyecte una ley
contra el aborto similar a la que impera en El Salvador, donde está prohibido
hasta en el caso de que la vida de la madre corra peligro y el feto sea
anencefálico? Normal, no. Quiere decir que vamos hacia una edad oscura, lo que
es anormal y ajeno a la sensibilidad de la mayoría de los habitantes de este país.
En los
inicios de la revolución de los muy ricos, en cuya estela se sitúan estas
novedades retrógradas, se invirtieron enormes sumas de dinero en el relanzamiento de la
religión en los Estados Unidos. Por un lado, se asfixia económicamente a la gente, por el otro se le ofrece la
religión como consuelo y como motivo de exaltación. En lugar de justicia, caridad. Ronald Reagan no sólo
apelaba a Milton Friedman. Se presentaba como un seguidor del patético predicador
Jerry Falwell, el líder de la Moral Majority. La difunta señora Thatcher
predicaba las virtudes del neoliberalismo económico y simultáneamente pedía un retorno a la moral victoriana. Y
encima, ambos dos, Ronnie y Maggie como les llamaban sus adoradores, se las
daban de avanzados, de defensores de la libertad (igual que nuestros Wert o
Gallardón, cuyo "centrismo" ha quedado al descubierto)…
¿Es normal que desde la televisión pública
se invite a los parados a rezar y que se recomiende, en plan años cincuenta, no
sé qué decoro a nuestras jovencitas? ¿Es normal que se multipliquen las radios
y los canales que emiten en una clave religiosa que realmente no parece europea?
Por lo visto. Todo ello viene en el mismo paquete, de tipo involutivo, que a no
dudar será respondido con planteamientos de signo contrario, asimismo
regresivos de no mediar un milagro. Así, por ejemplo, el infeliz idilio del Estado con la Iglesia está pulsando fibras anticlericales que creíamos olvidadas.
Vamos
hacia atrás. Por ejemplo, ya se ha impuesto el dogma de que lo más importante de todo en
esta vida (cuestión de vida o muerte) es tener trabajo, sea cual sea, en las condiciones que establezca el
patrón. ¡Qué tremendo retroceso! ¡Qué ganas de que los españoles nos busquemos
la ruina como en tiempos de la República! No falta mucho para que la gente, en
lugar de salir a la calle en defensa de las conquistas sociales amenazadas,
tenga que hacerlo, simplemente, para pedir “pan y trabajo”.
Y ya
hemos llegado al punto en que no es posible educar, pues hasta los niños nos
saben víctimas de un alevoso atropello que les afecta directamente. Diríjase a
un grupo de adolescentes, cante pedagógicamente las virtudes de nuestra democracia y de nuestra
monarquía, y preste atención a las miradas, pero también a su propia voz. Si le suena a hueco, si se siente
hipócrita, ya me dirá.
Esta involución amenaza con devolvernos
al punto de partida, al drama de las dos Españas. Los argumentos –por llamarlos
de alguna manera– que se oyen en el Congreso sólo dejan patente que hay un
abismo entre la izquierda y la derecha, que donde uno ve blanco el otro ve
negro. Y esa brecha en las alturas –que no se soluciona con compadreos de
espaldas a la ciudadanía– se agrava en línea descendente, como puede atestiguar
cualquiera que tome un taxi o se tome la molestia de leer los comentarios de
los lectores de la prensa digital. ¿Y el buen rollo que tanto nos costó
conseguir, se irá al diablo? ¿Y el trabajo de generaciones, también?
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