El
ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, se propone “limpiar las redes
sociales de indeseables”, tarea hercúlea donde las haya, al parecer no solo en adelante sino retroactivamente,
a raíz de ciertas barbaridades suscitadas por el asesinato de Isabel Carrasco. La cosa se
las trae. ¿Se irá también contra los anónimos autores de los comentarios de
cierto jaez vertidos al pie de los artículos informativos publicados en los
diarios digitales? Ya hay un detenido por “apología de la violencia”, un chico de 19 años, autor de unas
líneas de gusto pésimo, lo que quizá sea el anuncio de una redada espectacular.
La
autoridad acaba de mezclar el asesinato con el yihadismo y el terrorismo, nada
menos, como otros lo han relacionado con los escraches. Es una forma de hablar encaminada a la persecución de los “indeseables”.
Se pretende aprovechar un crimen para reprimir la libre expresión de la gente
en ese medio, con la idea de que se calle o que se corte un poco. Lo que no me
parece admisible, por una cuestión de principios. La libertad de expresión es
sagrada y punto. Así son las cosas en una sociedad abierta, y si a la autoridad
le molesta que se fastidie, como nos fastidiamos todos al leer u oír asertos
que nos repugnan, sin reclamar medidas a la china o a la turca.
La
iniciativa del ministro se inscribe en un contexto preciso, siendo obvio que
aquí de lo que se trata es de amedrentar al personal con baterías de multas, e
incluso con penas de cárcel, como acaban de comprobar dos manifestantes, un
joven estudiante de medicina y un ama de casa. Estas cosas empiezan así, poco a
poco, y van a más si la sociedad no atina a frenarlas. En relación al tema que
nos ocupa, primero se va contra los que se han complacido en un crimen,
aprovechando la repulsa general, y se acaba yendo contra quienes haga
falta, contra los opinantes
molestos. Entre la censura y la autocensura, todos arrugados.
A mí las barbaridades que he tenido ocasión de leer estos días me han
dado un pesado material para la reflexión, material que debo precisamente a la
libertad de expresión todavía existente en la red. Si así está el patio,
prefiero saberlo. Y por cierto que no solo he leído barbaridades. Hay realmente
de todo. Mucha gente se esfuerza por dar en el clavo, y esto vale, aunque se le
tuerza. Además, por la misma
dinámica de la red, al burro no le suele faltar un contradictor, acabando todo
en tablas.
Las redes sociales se han convertido en un foro aparte, en el que gente
que jamás se ha expresado públicamente por escrito, como el joven detenido,
tiende a expresarse en plan válvula de escape. Los resultados, claro, producen
vergüenza ajena. Pero me parece chusco que lo que pueda pensar un jovencito en
la intimidad de su cuarto le interese más a la policía que a sus familiares,
amigos y lectores de ocasión. Como me parece anómalo que se crea que
reprimiéndolo se vayan enmendar sus malos pensamientos. En cuanto a la creencia
de que así se puede impedir el contagio de estos, presupone la creencia de que
la red los crea, cosa de la que dudo. ¡Y cómo han cambiado los tiempos! Los anónimos
malignos llegaban antaño por correo, se deslizaban por debajo de la puerta, se
emitían desde un teléfono público, hoy los manda un ingenuo que de anónimo no
tiene más que su estado de ánimo.
Debo añadir, para terminar, que me da mala espina cierto fenómeno: la tendencia a reclamar histéricamente la acción de la Justicia en casos de opinión. Una cosa es criticar a la autora de Cásate y sé sumisa, y otra distinta llevar el caso a los tribunales. Una cosa es que los feligreses se revuelvan contra un párroco que llamó “adúlteras” las mujeres, o que nos irrite lo dicho por el obispo Reig, capaz de decir que la homosexualidad conduce a la prostitución, y otra reclamar la acción de la Justicia. Como he dicho, la libertad de expresión es sagrada, también la del párroco y la del obispo, que ya se retratan por sí mismos, como el joven que acaba de ser detenido. Claro que hablo como parte interesada. De seguir las cosas así, los escritores tendremos forzosamente que volver a escribir entre líneas, como en los viejos tiempos, y llegará a considerarse un insensato el escritor que no se saque un seguro, como los arquitectos, para hacer frente a las consecuencias de un “accidente”.
Debo añadir, para terminar, que me da mala espina cierto fenómeno: la tendencia a reclamar histéricamente la acción de la Justicia en casos de opinión. Una cosa es criticar a la autora de Cásate y sé sumisa, y otra distinta llevar el caso a los tribunales. Una cosa es que los feligreses se revuelvan contra un párroco que llamó “adúlteras” las mujeres, o que nos irrite lo dicho por el obispo Reig, capaz de decir que la homosexualidad conduce a la prostitución, y otra reclamar la acción de la Justicia. Como he dicho, la libertad de expresión es sagrada, también la del párroco y la del obispo, que ya se retratan por sí mismos, como el joven que acaba de ser detenido. Claro que hablo como parte interesada. De seguir las cosas así, los escritores tendremos forzosamente que volver a escribir entre líneas, como en los viejos tiempos, y llegará a considerarse un insensato el escritor que no se saque un seguro, como los arquitectos, para hacer frente a las consecuencias de un “accidente”.
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