Como todo el mundo sabe, se ha inyectado una enorme cantidad de dinero público en el sistema financiero, con la indicación de que, o se hacía, o adiós sistema. La miseria del debate político respecto a las medidas a tomar para poner coto a la rapacidad de los especuladores es una pésima señal.
En su momento, Ernst Nolte profetizó que el derrumbe del comunismo tendría consecuencias trascendentales en los dominios de su oponente capitalista. Y a estas alturas, nada más obvio, con el agravante de que nuestros primates hacen gala de un comportamiento vesánico. La historia no ha terminado y las sociedades abiertas harían bien en protegerse contra dicha rapacidad, si desean subsistir como tales.
El dinero del contribuyente –incluido el que se supone que va a ganar con el sudor de su frente– corre el peligro de desaparecer en un agujero negro. Hablando con propiedad, aparte de pastelear y parchear, no se ha hecho nada serio para corregir la deriva fatal. Ya ni siquiera se habla de la "refundación del capitalismo", una salida oportunista, puramente retórica.
La elemental noción de bien común sigue sonando hoy tan obsoleta como en los inicios de la crisis. Y ya ha empezado el juego de cubrir la crisis económica con otros asuntos, de forma que nos acostumbremos a ella. Por lo visto, debemos fiarnos de unos irrisorios brotes verdes y de un lenguaje propio de horóscopos.
¿Y qué nos espera de seguir por este camino de perdición? A juzgar por la larga galopada neoliberal, vamos en línea recta hacia la imposición de un darwinismo social de la peor especie, con su cielo, su limbo, su purgatorio y su infierno. No habrá legitimidad democrática que lo aguante, por mucha hipocresía y márketing que se le eche. Y realmente, no lo digo en plan profético, sino como mero observador del curso de los acontecimientos.
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