Para Epicteto y para Marco Aurelio, el mundo es esencialmente racional, inmejorable, armonioso, y toda nota discordante procede del error, de la ignorancia, de un espejismo.
Ambos maestros del estoicismo hicieron su lectura de Platón y para ellos, más allá del visible desorden, hay un orden subyacente. A nosotros nos ha llegado una versión de la misma creencia, caracterizada por la convicción de que las desgracias son pruebas o en castigos específicos enviados desde las alturas. Piénsese en Job, un bobo sublime, un pastor abnegado, un Sócrates del desierto capaz de aguantar series enteras de pruebas.
A Epicuro, en cambio, no se le pasó por la cabeza imaginar semejante orden, que debemos poner en relación con sistemas cerrados, algo extraño a su sensibilidad. Un dato capital: fue un hijo del destierro, de un orden social roto, experiencia que explica su infalible instinto para rehuir los esquemas cerrados y totalitarios de los que Sócrates y Platón, al igual que los fundadores de la tradición judeocristiana, dependieron de principio a fin. No por casualidad, encontramos a Epicuro tan cerca de los taoístas (Mo Tieu, Tsuang Cheu), igualmente hijos del caos.
A Epicuro no le angustiaban las anomias culturales que tanto amedrentan a los comunitaristas reaccionarios de la actualidad. Se había criado en ellas. Los consuelos metafísicos o religiosos le resultaban completamente prescindibles. No esperaba gran cosa del futuro, ni de la actividad política ni del bla, bla, bla sobre el bien común. De ahí que fuese un filósofo de la vida tan serio y tan válido hoy como ayer. Donde otros tuvieron que poner fe, él se limitó a poner dignidad y sabiduría.
A la hora de sufrir, como a la de gozar, no hay maestro mejor que Epicuro y no por otra razón suscita tanto odio por parte de quienes consideran que el sufrimiento es una prueba o castigo por nuestras faltas y que el placer es malo de por sí.
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