Esta crisis no es el resultado de un accidente; viene de lejos y nuestra
clase dirigente se la ha ganado a pulso. Urdangarín, Díaz-Ferrán, Rato y
Bárcenas, como la entera trama Gürtel, son nada más que síntomas, la forma en
que se manifiesta un síndrome realmente grave, típico de la cultura del dinero,
una cultura arrasadora que penetró en nuestro país por puertas y ventanas, hace
mucho tiempo, en tiempos de Felipe González. ¡Todo por la pasta!
Recuérdese
la apreciación del señor Solchaga, que se felicitaba de lo rápido que se podía
enriquecer cualquiera en España, recuérdese la admiración que suscitaba la irresistible ascensión de
Mario Conde. La cultura del pelotazo no es de hoy. Hasta los niños, de lo que
soy testigo, empezaron a decir que querían ganar mucho dinero. De aquellos polvos vienen estos lodos. Y nótese la naturalidad
de los presuntos abusadores, en ninguno de los cuales detecto trazas de arrepentimiento,
ni tampoco el saber estar de Al Capone (un hombre consciente de sus actos). Se
han pasado varios pueblos y hasta parecen sorprendidos de haber tropezado con
la ley. Pero no nos quedemos con lo anecdótico.
Lo verdaderamente grave es que Felipe
González se dejó abducir por lo que pasará a la historia como la “revolución de
los muy ricos”, un fenómeno de importación (como en su día lo fue el fascismo).
Parece que las energías disponibles se agotaron en el tránsito de la dictadura
a la democracia, y volvimos al “¡que inventen ellos!”, sin el menor atisbo de
originalidad.
El PSOE
dio de lado a sus raíces socialdemócratas, y en consecuencia, el PP lo tuvo muy
fácil para dar de lado al contenido social de su programa, de raíz
democristiana y fraguista. Ambos sacrificaron a la vez sus respectivas tradiciones,
atraídos los cantos de sirena del capitalismo
salvaje. De ahí que se produjese un cambio
de mentalidad espectacular, que, a no dudar, habría sorprendido por igual a
Pablo Iglesias y al general Franco. Lo sucedido no entraba en el guión de
ninguno de los dos. Tampoco en el de Adolfo Suárez, ni en el de Calvo Sotelo. No
es que el PSOE y el PP se adaptasen al espíritu de los tiempos con la debida
astucia, es que se dejaron llevar, encantados de la vida. Así pues, en lugar de
servir complementariamente a los intereses generales, optaron por servirse a sí
mismos y a los peces gordos próximos y remotos.
La consecuencia: los dos partidos
unieron su destino al neoliberalismo
económico, que incluye entre sus habilidades la de vender las joyas de la
abuela, la de sangrar el erario
público en beneficio de los banqueros y la socialización de las pérdidas, algo
normal desde que los contribuyentes norteamericanos tuvieron que pagar los
platos rotos de la juerga gangsteril que hundió a sus otrora prósperas cajas de
ahorros (a mediados de los ochenta). Se lo jugaron todo a esa carta, esta es la
tragedia. Lo que viene ahora es un cambio de época: el capitalismo
salvaje ya no puede ser vendido a nadie, tampoco a los despistados habituales, ni maquillado bajo cinco capas de
purpurina. Para seguir igual, gobernando por decreto, ¿qué les queda? ¿Unos
trucos de propaganda que, en lugar de persuadir, irritan? ¿Las fuerzas de orden
público? Están totalmente quemados, metidos en un juego oligárquico realmente
insoportable.
Quizá traten de disculparse,
señalando los enjuagues del Vaticano, las manipulaciones del libor, los
chanchullos de las agencias de calificación, y las listezas de los usuarios de puertas giratorias, hoy en
Wall Street, mañana en el gobierno. La enfermedad es la misma, desde luego. Pero
no creo que eso les baste para hacerse perdonar. Y no lo creo porque este país no puede esperar a que la peste remita
o a que se le ponga coto desde las más altas instancias planetarias, asimismo
enfermas.
En
primer lugar, no puede esperar porque la gente lo está pasando francamente mal.
En segundo, porque los naipes marcados están a la vista de todos. En tercero,
porque la enfermedad no se cura con castigos ejemplares. En cuarto, porque
mucha gente ya tiene la sensación de haber sido estafada por esta democracia.
En quinto porque el sistema ha perdido la capacidad de redistribuir la riqueza
sensatamente, con la consiguiente caída en picado de su legitimidad. Y en sexto
y último término, porque la conciencia social de la que hacen gala los dos partidos
hasta la fecha hegemónicos está claramente por
debajo de la del franquismo, lo que ya es el colmo, lo que produce náuseas
tanto a la izquierda como a buena parte de la derecha (eso sólo causa placer a la
oligarquía).
Y
como el país no puede esperar, como la solución no vendrá del duopolio ni de
sus compadres de fuera, hay que enviarlo a su casa antes de que nos haga más
daño. Y sinceramente, la única
solución que veo es un Frente Amplio o Frente Popular, en el que puedan
participar todas las fuerzas políticas
contrarias a la Bestia neoliberal, hoy encarnada en los dos mastodontes que
practican un turno aun más torticero que el de la Restauración canovista.
No es la
hora de los maximalismos ni de los particularismos, ni de los pronunciamientos
antisistema. No es el momento de modificar la Constitución (bien entendido que
entre las propuestas del Frente Popular deberá figurar la eliminación de las
modificaciones que el PP y el PSOE hicieron a nuestras espaldas). Es el momento de hacer valer nuestra democracia. Todos los
partidos pequeños deben sentarse a la mesa, en busca de un programa común, sin
cerrarle la puerta a nadie (tampoco a los que procedan de la órbita de esos
partidos hegemónicos, si se han liberado de la servidumbre neoliberal). De ello
depende la supervivencia de nuestra democracia. Y hay que empezar a trabajar
ya, en previsión de que las elecciones se adelanten, lo que puede ocurrir para
pillar a todos a contrapié, y en
previsión de que aparezca un Monti hispano o de que se intente marear la perdiz
con un gobierno de concentración. Y por favor, no nos dejemos distraer por casos
como los de Urdangarín o Bárcenas, y tampoco por la prima de riesgo. El tiempo
apremia. La alternativa es muy simple: o con la Bestia neoliberal o contra
ella.