Duele decirlo, pero la infame
reforma laboral que nos acaba se ser impuesta es una gran victoria, entre otras
pasadas e inmediatamente venideras, de la revolución de los muy ricos, iniciada
a principios de los años setenta. La siguiente cota a alcanzar es la laminación
del derecho de huelga, a juzgar por los globos sonda.
El Comité del Dolor (integrado por banqueros, financieros y grandes
empresarios) se ha salido con la suya, como era de prever. La Comunidad Europea
hace tiempo que abdicó de su razón de ser y de los valores sociales en que
habíamos depositado nuestras esperanzas. Hemos regresado al siglo XIX, a las
coordenadas de Ricardo, Malthus y Spencer, revelándose la crisis como lo que
es, un simple pretexto para acabar con el compromiso con el bien común. Como ya
he dicho en este blog, volveremos a ser apetitosos cuando no valgamos nada,
cuando nos vean arrastrarnos por el barro en pos de un euro o un dólar.
Y no son sólo los derechos del trabajador los que se acaban de ir por el
sumidero de la historia. Sépase
que la reforma nos hará daño en el alma y en el cuerpo, no sólo en el bolsillo.
Y sépase que hará un daño irreparable al sistema político, pues por el mismo
agujero se va ese bien precioso llamado legitimidad. Cuando el poder se vuelve contra el bien común, el resultado
es inevitablemente catastrófico.
Los defensores de esta reforma se dividen en dos clases de personas, las
malvadas, que apuntan desvergonzadamente a una sociedad dividida entre ricos y
pobres, entre tiburones y sardinas, y las memas, gentes que ni siquiera
adivinan las consecuencias humanas y políticas de semejante retroceso, gentes
que no saben una palabra de historia, gentes que han llegado a detentar “puestos
de mando” por su ignorancia y su
servilismo, gentes propensas a creerse sus propias mentiras y, por tanto, no
menos peligrosas que las malvadas.
El nuestro es un pueblo de elevado
sentido cívico, no exento de memoria histórica, un pueblo experimentado, poco
dado a las aventuras por venir escarmentado. Pero ha tenido que salir
nuevamente a la calle, para rechazar este trágala. No entra dentro del guión
que el Comité del Dolor se inmute por ello, como tampoco el gobierno, que ahora
tiene a gala presumir de gran firmeza, lo que me impone
negros presentimientos. Primero se
agota la legitimidad, luego la paciencia. Es regla fatal.
Aprovechándose del
desfallecimiento del PSOE, consumido por la fase precedente, la señora Cospedal
no duda en afirmar que el PP es el
partido de la clase trabajadora. ¿Pero se va a alguna parte con bizarras
declaraciones de este tipo, como la que ha venido a definir esta reforma –en plan semiblíblico– como "buena, justa y necesaria"? Yo no
lo creo, como tampoco creo que nadie se vaya a conmover por los topes
salariales impuestos a ciertos ejecutivos que, en todo caso, seguirán ganando
cien veces, e incluso seiscientas veces más, que el trabajador de a pie. Se demanda de nosotros un enorme
sacrificio sin ninguna contrapartida, con algunas promesas de imposible
cumplimiento a juzgar por la jugada. Churchill pudo excitar la fibra heroica de
sus compatriotas desde la verdad, porque se jugaban la libertad y la dignidad ante los nazis. Por eso surtió efecto su "sangre, sudor y lágrimas". Pedir
no sé que espíritu de sacrificio para darle el gusto a unos timadores y a unos rufianes no tiene
ningún sentido, salvo que se trate de irritar a la gente.
Hasta ayer mismo, las lamentaciones
venían sólo del campo socialista, y ahora las oigo también en el campo vecino…
Votantes del PP, ayer arrogantes, empiezan a asustarse y a hacerme partícipe de
inquietudes personales de lo más comprensibles. E incluso me ha sido dicho que da
náuseas el genuflexo comportamiento de la derecha española ante el señor Rehn y
otras autoridades foráneas, una especie de giro sarcástico de la historia. En fin, ya he escrito que, si ayer le tocó al PSOE,
ahora le toca al PP. El programa del Comité del Dolor parece diseñado a
propósito para destruir partidos y sistemas políticos enteros.